«Y de pronto llegaste,
huésped de mi alegría,
y me poblé de islas
con tu brillante dádiva».

Eunice Odio fue una poeta costarricense –luego nacionalizada guatemalteca y, más tarde, mexicana– prácticamente desconocida en el canon literario actual. Nacida en 1922 y con una obra a caballo entre el romanticismo apasionado, el vanguardismo y un complejo simbolismo, Eunice cultivó una poética muy propia salpicada por una dosis de misticismo inigualable.

Los elementos terrestres y otros poemas, Eunice Odio (Ediciones Torremozas, 2018)

Este triple cambio de nacionalidad –nació en Costa Rica, vivió en Guatemala y falleció en México– hizo que fuera bautizada como «la apátrida celeste» por Alicia Miranda de Hevia, una de las investigadoras de su obra. Un apodo muy bien pensado para una mujer que, como una vagabunda de la literatura, fue transitando por todo el continente americano buscando su lugar en el mundo.

Ediciones Torremozas, en un nuevo ejercicio de recuperación de la genealogía literaria femenina, ha reeditado este mismo año uno de sus libros capitales, Los elementos terrestres, obra reconocida en el año 1947 con el Premio Centroamericano de Poesía «15 de septiembre».

El libro, un canto pasional al cuerpo, a la mística y al amor, nos descubre a una poeta de una exuberancia y una capacidad dramática muy relevantes. A lo largo de los ocho poemas de la obra, Eunice traza un intenso viaje a través de una riqueza verbal y lírica apabullante, plena de sensibilidad.

Los elementos terrestres, publicado inicialmente en Guatemala ante la total indiferencia en su país natal por su obra, supone un primer acercamiento de Eunice Odio al erotismo más descarnado, una oda casi anatómica a la entrega física entre los enamorados.

Yo haré que de tus muslos
bajen manojos de agua,
y entrecortada espuma,
y rebaños secretos.

En palabras de Rima de Vallbona, Catedrática de Español, miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y una de las mayores expertas mundiales en la obra de Odio:

«La riqueza polivalente de sus poemas, dominio de los recursos líricos, universalidad temática y cosmovisión mítica que ensancha los contornos espacio-temporales de sus textos, obligan al estudioso de la poesía de Eunice Odio a darle un lugar prevalente en las letras hispanas».

Eunice Odio es dueña de una poesía anclada en el cuerpo, en la exploración del eros, en el goce y el deseo. A través de un precioso simbolismo, Odio mezcla sin ningún rubor naturaleza, pasión y sexo:

Tú me conduces a mi cuerpo,
y llego,
extiendo el vientre
y su humedad vastísima,
donde crecen benignos pesebres y azucenas
y un animal pequeño,
doliente y transitivo.

Así, la poética de Eunice en torno al cuerpo supone una suerte de autoafirmación, de reivindicación de la sexualidad, donde la mujer –ella misma– aparece como el sujeto de la acción, y no como mero objeto. Como una fuente de pasión desatada, como la búsqueda de amor físico y espiritual definitiva.

Ven
Amado
Te probaré con alegría.
Tú soñarás conmigo esta noche.
Tu cuerpo acabará
donde comience para mí
la hora de tu fertilidad y tu agonía.

El libro, al final, no es sino un fiel reflejo de la propia vida de la autora, una mujer que basculó entre la luz y la oscuridad, el absoluto y la nada, la vida y la muerte. Una mujer que pasó sus últimos días viviendo en México D.F., entre fiestas en casa, alcohol y una profunda soledad.

Fue tanta la soledad que la acompañaba que, cuando falleció en 1974, su cadáver tardó varios días en ser hallado, en parte gracias al fuerte olor a putrefacción y, sobre todo, gracias al aviso de una de las pocas amigas que aún mantenía, Asunción Lazcorreta. En sus palabras:

«Alguien publicó que se había suicidado. Me indigné. Eunice amaba locamente la vida. Desbordaba vida, aunque se iba consumiendo cada hora. ¡Pobre Eunice, entre todos la empujaron a su destrucción!».

¿Pudo Eunice disfrutar finalmente de esa vida que tan locamente amaba? ¿Murió frustrada por el poco reconocimiento de su obra? ¿Fue feliz durante su última época? ¿Se sintió querida en México? Son cuestiones sobre las que solo podemos conjeturar algunas respuestas. Quizás estos versos de Los elementos terrestres fueran como un triste anticipo de su aciago final:

Al borde estoy de herirme y escucharme
ahora que me lleno de retoños y párpados tranquilos (…)
Sollozante y sangrando a media altura,
sobre lo detenido
descubierto
y recobrado.

Gracias, Torremozas, por ayudarnos a descubrir, una vez más, a una poeta olvidada –aunque de calidad extraordinaria– en nuestra increíble tradición poética castellana.