Néstor Mendoza (Mariara, Venezuela, 1985). Estudió la carrera de Educación en la Universidad de Carabobo, en Valencia, y cursó estudios de Literatura Latinoamericana en el Instituto Pedagógico de Maracay. Poemas suyos han aparecido en distintos medios de Latinoamérica y España. Ha publicado los poemarios Ombligo para esta noche (2007); Andamios (2012), merecedor del IV Premio Nacional Universitario de Literatura 2011; Pasajero (2015) y Ojiva (2019), libro que cuenta con una edición alemana: Sprengkopf (Hochroth Heidelberg, 2019), con traducción de Michael Ebmeyer. Algunos de sus poemas también han sido traducidos al italiano, inglés y francés. Forma parte de la antología Nubes. Poesía hispanoamericana, publicada en 2019 por la editorial Pre-Textos de España.

SIMULACRO

I

Pasífae

Dédalo, apresúrate. En ti confío. En ti reside mi seducción. Necesito cuero y ubres: hocico y orificio conveniente para su embestida. Madera y carne. No puede fallar el simulacro. Me urge, Dédalo; siento que mis piernas se endurecen y en mis pies resuena ese sonido áspero de cascos. Anatomía salvaje para él, olor de su familia para él. Mis dedos se acomodan a estos pares de pezuñas. Entro en la vestidura. Calzo. Nadie diría que no soy animal. Lo he engañado. Allí viene. Siento el trote en mi quietud inclinada. Me huele, Dédalo. El toro me huele. Sus cuadro patas, bajan; su testa erguida, sube. La unión sucede.

II

Dédalo

Las piezas están dispuestas. He tallado cada hueso. Aquí la tienes: la superficie de vaca, casi de vaca. Se ve como vaca. Sacrifiqué a un animal para retirar su piel. Fino tallado, clavos. Un golpe de martillo te acerca al órgano del toro. Entrarás en esta ropa hecha para la confusión y el acople. Yo comprendo el secreto de la bestia. Tan perfecta es mi creación que casi trota y pasta en el paisaje. Tanto se asemeja a la vaca que un pastor la confundiría en su rebaño. Una vaca sin tripas ni estómagos. Tú serás las entrañas; tu desnudez blanca, disimulada en esa ropa, lo recibirá.

CONTEMPLACIÓN

I

Narciso

Desconozco mi perfección, la ignoro: solo algunas noches, en siestas entrecortadas, acaricio repetidamente la piel de mis manos y mi cara, en un vano intento de comprender la fascinación de los otros. Ellos me ven y desean tocarme como si tocaran la sábana nupcial de los dioses. Este es mi cuerpo, pretendido cuerpo que vaga entre estos campos y no logra impedir que muchos ojos se posen y traten de adueñarse de él. ¿Por qué tantos me observan? ¿Saben que no soy hombre sino un retrato de carne? Ha llegado la contemplación y el engaño de la fuente. Lo que busco no existe. Amo una ansiedad sin cuerpo, una nariz líquida, empozada, cabellos que se pierden con cada manotazo que doy. Lo que deseo está en mí.

II

Eco

Cuerpo todavía soy, no voz. Lo que mi boca pronuncia se instala en los oídos de quienes me escuchan. Una acción mía me quitará este privilegio —el castigo es rutina entre los dioses—; de pronto, mi lengua pierde la fluidez del arroyo; llega la antorcha que interrumpe el discurso, se va mi canto diario de palabras. Ahora poseo la intermitencia de los finales pronunciados. Lo veo en el bosque, a Él, a la bella criatura que no puede verse a sí misma, que no conoce la elegancia de sus perfiles. Cumplo mi tarea fija de observación: desde este lado tapado del árbol sigo sus pasos. El amor se va abultando con el ojo; se infla, hinchado se eleva. Mis sonidos quieren entrar como carne y como besos. Mis ruidos aspiran a ser matriz tibia, dispuesta, para Narciso. Se avecina el rechazo, lo sé, el ocultamiento y mi inevitable transformación. El aire no me consuela y su fuerza me desliza por vías y montañas. Estoy en todos lados. Mi cuerpo adelgaza —se ha perdido ya— y gobierna el sonido. En el aire, los jugos del cuerpo, todos se pierden.

LABERINTO

I

Minotauro

Soy mitad hombre, mitad rebaño. Por ahí debe existir mi doble con pies de ganado y rostro de varón. Mi contrario y mi complemento. Soy hermoso de la garganta para abajo. La fealdad está en mi cabeza y en la violencia de mis cuernos. O solo es el encierro y su repetida soledad. Voy y me desplazo y creo en dioses o en la sangre de los sacrificados. Es lo mismo. Pienso en mí, en el hambre que no se termina o declina. Mato en cada embestida, pero en dos patas. Camino como hombre pero soy bestia y pienso como bestia. Ese es mi castigo.

II

Teseo

Estiro el abismo hasta la ruptura de ambos extremos. No se debe romper, solo desplegar. No le exijo profundidad  pero sí extensión. Es una cuerda larguísima, que sube y que baja de mi mano a tu mano. Allí empieza la transformación: ahora es un mecate que frota la polea para extraer agua del pozo. Ya lo había visto antes: ladrillos enmohecidos que rodean el agua. Como no se ve la cara interna de los ladrillos nadie se entristece por ellos; no hay inmolación o sacrificio. La extensión, como las ideas, se ve al salir a flote. También es una cuerda de la infancia junto a los hermanos que no saben saltar. La cuerda de los juegos, el giro de dos manos. Los dos tenemos una punta tensa. Me enseñaron a temerle al abismo, a lo hondo, pero no a la extensión. He crecido y existe el miedo a los acantilados pero no al desierto. No puedo olvidar las cuerdas vocales que me permiten hablar despacio o rápido, según la ocasión; alto o bajo, según el lugar. Así voy atando objetos inútiles a este gran hilo para salir del laberinto y burlar al minotauro.

Dípticos (inéditos, 2016)

Fotografía: José Antonio Rosales


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