Ítaca

Si vas a emprender viaje hacia Ítaca,

pide que tu camino sea largo,

rico en experiencias, en conocimiento.

A Lestrígones y a Cíclopes o al airado

Poseidón nunca temas:

no hallarás tales seres en tu ruta

si alto es tu pensamiento y limpia la emoción

de tu espíritu y tu cuerpo.

A Lestrígones ni a Cíclopes, ni al fiero Poseidón

hallarás nunca

si no los llevas dentro de tu alma,

si no es tu alma quien los pone ante ti.

Pide que tu camino sea largo,

que numerosas sean las mañanas de verano

en que con placer felizmente arribes

a bahías nunca vistas.

Ten siempre a Ítaca en la memoria.

Llegar allí es tu meta,

mas no apresures el viaje,

mejor que se extienda largos años,

y en tu vejez arribes a la isla

con cuanto hayas ganado en el camino,

sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te regaló un hermoso viaje,

sin ella el camino no hubieras emprendido,

mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañaría Ítaca.

Rico en saber y en vida como has vuelto

comprenderás ya que significan la Ítacas.

Konstantin Kavafis

Cualquier página dedicada al viaje en poesía debe volver los ojos a Cavafis. No puede ser de otra manera. Porque si alguien ha hecho de las ítacas, de las metas vitales una metáfora insoslayable, es el poeta griego. Este poema es, acaso, el paradigma literario del viaje en poesía contemporánea. Como lo fue la Odisea de Homero en la Antigüedad (y en quien se inspira Kavafis). El viaje, el camino por andar, el horizonte por alcanzar es sinónimo de vida. Por tanto, esa búsqueda de Ítaca hemos de esperarla longeva y próspera, porque lo importante es la duración y la intensidad, no la llegada. Las metas que nos marcamos en la vida han de quemarse lentamente, dejándonos impregnar por el aprendizaje de cada uno de nuestros pasos nos da. Habrá cíclopes y miedos en nuestra andadura, por supuesto, pero un alma íntegra y perseverante sabrá mantener el rumbo y el aprendizaje permanente.

Para tener una perspectiva razonablemente clara sobre el viaje en poesía, hemos de remontarnos al Poema de Gilgamesh, (2000 a.C.), de autor anónimo, considerado el primer escrito que habla de la fundación e historia de Uruk. Uruk es considerada la primera ciudad construida sobre la faz de la Tierra, nacida hacia el 3.500 a.C aproximadamente en Mesopotamia, en el sur de lo que hoy sería la actual Irak. Cuenta la leyenda que fue la ciudad del héroe Gilgamesh, cuya epopeya es la historia escrita y datada más antigua del mundo, descubierta en 1853 y compuesta por doce tablillas de arcilla. La epopeya de Gilgamesh cuenta la historia de un rey tiránico al que los dioses envían un enemigo (Enkido), convertido luego en amigo y fallecido después. A la muerte de Enkidu, Gilgamesh viaja errante buscando la inmortalidad.

La ya mencionada Odisea de Homero (Siglo VIII a.C.) narra el viaje de regreso a casa de Ulises después de la Guerra de Troya, para reclamar su trono. Este poema está estructurado en 24 cantos y se suele dividir en tres partes: la telemaquia, el regreso de Odiseo y la venganza de Odiseo. Según sabemos, La odisea, así como la Ilíada (también de Homero), eran parte de la tradición oral antigua, y eran cantadas de pueblo en pueblo por los rapsodas, hasta que en el siglo VI a. de C., Pisístrato, gobernador de Atenas, decidió recopilar los poemas homéricos. A partir de este momento, quedaron fijados como registro escrito. La historia narrada comienza cuando finaliza la guerra de Troya, narrada en la Ilíada, hasta el momento en que finalmente Ulises (Odiseo) vuelve a su hogar, muchos años después, y tras un cuento enfrentamiento con los usurpadores de su trono y pretendientes a la fuerza de su esposa, se alza con la victoria:

Todos los pretendientes murieron, y el suelo del salón de trono se llenó de cadáveres. Todo era un mar de sangre.
Y Ulises pudo reinar finalmente en Ítaca, con su mujer Penélope y su hijo Telémaco.
Y aquí acaba la historia de La Odisea, de Homero.

En el siglo IV d.C.) aparece la primera narradora, Egeria, una mujer cristiana cuyo diario de viaje, conocido como el Itinerarium Egeriae, describe su peregrinación desde Galicia a Tierra Santa. La obra es un conjunto de textos en latín escritos. Como libro de viajes, es una fuente importante para conocer la situación en ese momento de las zonas recorridas, puesto que la autora va contando las costumbres, creencias populares o rituales religiosos de los lugares por los que va pasando. Está escrito en primera persona en el latín coloquial o vulgar utilizado en la vida cotidiana. Es, en definitiva, una crónica humana en la que la autora expresa sus sentimientos ante cada situación que vive en el camino y lo dirige a un grupo de mujeres mencionadas con la expresión «dominae sorores», fórmula común para referirse a amigas y compañeras.

Pero como muy bien se ve en el caso de Egeria, los viajes parecen prestarse más a ensayo, diario o relato que a poema. En la Edad Media fue un eje vertebrador de la literatura de viajes la obra de Marco Polo y su Libro de las maravillas del mundo. Pero seguimos en el terreno de la prosa.

El tema del viaje también está presente en los relatos de conquista como el Poema de Mio Cid (hacia 1200), cantar de gesta anónimo que relata las heroicas hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar, el caballero castellano que hace de su viaje de destierro un camino de conquistas desde Burgos hasta Valencia. También aparece el viaje vinculado a obras del Romancero de aventuras o al Mester de Clerecía (Milagros de Nuestra Señora, de Berceo).

Ya en el Renacimiento, tenemos en Portugal a Luis Vaz de Camoes (1524-1580), cuya obra Os Lusiadas se constituye como un poema épico dividido en diez cantos en el que narra el viaje de Vasco de Gama a la India. Si Camoes se inspiró en La Eneida de Virgilio y en modelos más cercanos a su época, como el Orlando furioso, de Ariosto, su genialidad estuvo en narrar sucesos de la historia contemporánea de su patria. Él mismo había sido viajero a la India, náufrago y combatiente, y supo ver que los asuntos para la épica no había que buscarlos en sucesos lejanos y legendarios, sino en los viajes de los marineros portugueses, que él había vivido:

Las áncoras tenaces van levando,

Con la grita nautil acostumbrada:

De la proa las velas solo dando,

A enfilar van la barra, de bordada.

Alas la bella Ericina, que guardando

Iba siempre á su gente denodada,

Viendo la gran celada, tan secreta,

Del cielo al mar se lanza, cual saeta.

Si te has adentrado aunque sea un poco en la poesía japonesa, es muy probable que conozcas este poema escrito por Matsuo Bashō 松尾芭蕉 

A finales del s.XVII, es destacable la figura de Basho, considerado por muchos como «El poeta de Japón». Matsuo Bashō vivió en el siglo XVII y es, probablemente, el poeta japonés mejor conocido en occidente. Hijo de un samurái de bajo rango, nació cerca de Ueno y algunos biógrafos cuentan que fue cocinero de profesión. Ya desde joven cultivó la poesía y a lo largo de su vida adquirió una fama notable. Su obra incluye diversos géneros poéticos pero sus haikus son las composiciones más conocidas.

Fue reconocido como uno de los mejores poetas de su tiempo y en sus peregrinajes, los aspirantes a poeta lo seguían ahí donde fuera y la gente lo invitaba a su casa para darle un lugar donde comer y reposar de sus largas caminatas por los pueblos. Matsuo Basho era un hombre de viaje ya que hizo varios peregrinajes largos en una época en la que el medio más común era caminar y había todo tipo de peligros en los caminos. A veces pasaba un año o más fuera de su casa y casi siempre estaba acompañado por estudiantes o gente local que lo acogía en sus casas. A Basho le gustaba ir a lugares y ver todo en detalle: vistas panorámicas famosas en la temporada adecuada como los cerezos en flor o la luna llena, templos, sitios históricos y dondequiera que iba, escribía. Escribía haiku y renga para inmortalizar esos lugares visitados:

De los cerezos en flor

al pino de dos troncos:

tres meses.

Si he de morir

en el camino,

que sea entre los campos de trébol.

Al despedirme,

escribí algo en el abanico,

pero lo borré.

En la montaña de verano,

adoro las sandalias divinas;

viaje a la vista.

Entre las olas:

acá, los pétalos,

allá, las conchas.

Los viajeros de la Ilustración siguieron rendidos a la prosa, la prosa de viajes. Alexander von Humboldt (1799-1804), recorrió más de 2000 destinos entre América, Europa y Asia. En el siglo XVIII se pudo de moda entre los nobles viajar, sobre todo por Europa.

 Charles Darwin (1831-1836) viajó en el s. XIX para obtener datos de la flora y fauna de varios lugares del mundo (especialmente de las Galápagos), lo que lo llevó a desarrollar la teoría de la Evolución. En el siglo XVII y principios del XVIII, los aristócratas ingleses y alemanes, entre otros, se dedicaron a viajar por el continente en lo que denominaron El Grand Tour. La visita obligada era París, por su carácter cosmopolita, pero se visitaba también otras ciudades de Europa, como Roma, Berlín o Londres. El motivo era didáctico, la curiosidad o el aprendizaje y se tomó la costumbre de regresar portando recuerdos o souvenirs del lugar visitado. Por ello llegaron a ser conocidos como «turistas” o “invasores”, personas desocupadas que visitaban por el mero hecho de merodear o estudiar y lo que se esperaba de ellos era que acabaran marchándose.

Tendría que llegar el Modernismo del cambio de siglo para volver a ver la poesía tomar protagonismo. Escuchemos al nicaragüense Rubén Darío:

El cantor va por todo el mundo

sonriente o meditabundo.

El cantor va sobre la tierra

en blanca paz o en roja guerra.

Sobre el lomo del elefante

por la enorme India alucinante.

En palanquín y en seda fina

por el corazón de la China;

en automóvil en Lutecia;

en negra góndola en Venecia;

sobre las pampas y los llanos

en los potros americanos;

por el río va en la canoa,

o se le ve sobre la proa

de un steamer sobre el vasto mar,

o en un vagón de sleeping-car.

El dromedario del desierto,

barco vivo, le lleva a un puerto.

Sobre el raudo trineo trepa

en la blancura de la estepa.

O en el silencio de cristal

que ama la aurora boreal.

El cantor va a pie por los prados,

entre las siembras y ganados.

Y entra en su Londres en el tren,

y en asno a su Jerusalén.

Con estafetas y con malas,

va el cantor por la humanidad.

En canto vuela, con sus alas:

Armonía y Eternidad.

Después del Modernismo llegó la voz de Machado pidiendo la palabra para perfilar su concepto del viaje como camino de venturas, sorpresas y desventuras. El autor de “caminante, no hay camino”, escribe así a un trayecto placentero en el soneto “Verás la maravilla del camino”:

Verás la maravilla del camino,

camino de soñada Compostela

-¡oh monte lila y flavo!-, peregrino,

en un llano, entre chopos de candela.

     Otoño con dos ríos ha dorado

el cerco del gigante centinela

de piedra y luz, prodigio torreado

que en el azul sin mancha se modela.

     Verás en la llanura una jauría

de agudos galgos y un señor de caza,

cabalgando a lejana serranía,

     vano fantasma de una vieja raza.

Debes entrar cuando en la tarde fría

brille un balcón en la desierta plaza.

También nos llegó el verso de Gloria Fuertes, para mostrarnos que el viaje de la vida es un frenesí irrenunciable, aunque sea cansado:

La Tierra como león enjaulado
da vueltas alrededor del Sol
con su cadena de hombres.

Desde que hemos nacido viajamos
a ciento doce mil kilómetros por hora.
La Tierra no se para
y sigue dando vueltas,
por eso hay tanto viento,
por eso siempre hay olas,
por eso envejecemos tan deprisa,
por eso estamos locos,
porque toda la vida haciendo un viaje sin llegada
cansa mucho los nervios.

Álvaro Mutis, en cambio, concibe el viaje como algo entre el desasosiego y la incertidumbre:

Desde la plataforma del último vagón

has venido absorta en la huida del paisaje.

Si al pasar por una avenida de eucaliptos

advertiste cómo el tren parecía entrar

en una catedral olorosa a tisana y a fiebre;

si llevas una blusa que abriste

a causa del calor,

dejando una parte de tus pechos descubierta;

si el tren ha ido descendiendo

hacia las ardientes sabanas en donde el aire se queda

detenido y las aguas exhiben una nata verdinosa,

que denuncia su extrema quietud

y la inutilidad de su presencia;

si sueñas en la estación final

como un gran recinto de cristales opacos

en donde los ruidos tienen

el eco desvelado de las clínicas;

si has arrojado a lo largo de la vía

la piel marchita de frutos de alba pulpa;

si al orinar dejaste sobre el rojizo balasto

la huella de una humedad fugaz

lamida por los gusanos de la luz;

si el viaje persiste por días y semanas,

si nadie te habla y, adentro,

en los vagones atestados de comerciantes y peregrinos,

te llaman por todos los nombres de la tierra,

si es así,

no habré esperado en vano

en el breve dintel del cloroformo

y entraré amparado por una cierta esperanza.

Viajar es calzarse los zapatos de la vida y echar a andar. En pos del horizonte que sea que nos aguarda. El que forjemos. O el que nos impongan. O el que llegue, sin más. Nacer es comprar un billete de barco y zarpar. Y el viaje siempre vale la pena:

Yo siento el viaje como un mapa.

Un mapa que me embarga,

lleno de cordilleras,

de veredas como serpientes,

de lagos como medallas de turquesa,

de pueblitos como universos,

y de otros átomos humildes y osados como yo.

Yo siento el viaje como el propósito mismo de la vida.

Viaje como la vida misma.

Sí.

Yo soy el viaje.

Desde el útero hasta el polvo

mortuorio.

Siento el viaje como una travesía 

donde uno es espectador

y actor,

y escenario,

y aplauso

y diálogo.

Porque me contemplo en el espejo

del ascensor que me baja a la calle y veo

un guion lleno de risas y llantos,

de asfaltos transitados y aldeas ignotas.

De zapatos humillados por el pedregal del camino

y de piernas bautizadas con el esplendor

de la aurora boreal.

Somos un escenario en ruta.

Un funambulista empedernido

que estaciona su inquietud

en áreas de descanso.

Somos un nómada en los andenes

de la existencia.

Porque el viaje es la vida misma

y, nosotros, los errabundos.