Claudia Campos nació en Montevideo en 1971. Es escritora y actriz formada en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático Margarita Xirgu y en el taller independiente de teatro-danza Katakymbée. Es profesora de francés.

Desde 2011 pertenece al colectivo de artistas multidisciplinarios Los Negros con quienes realizó las intervenciones El negro va con todo (2011) y Lo peor de nosotros mismos,(2012) en Casa Tatú.

Obtuvo una mención en el concurso Poesía Viva, organizado por la Comisión de Juventud (IMM) por el espectáculo Amande (basado en textos de Amanda Berenguer). Ha participado en varios festivales (letra Ñ, Gusto tuyo) así como en diferentes eventos literarios (Ronda de poetas, Kalima, El Farolito, etc).

En 2013 publicó su primer libro La carne es Devil (Editorial Yaugurú) que obtuvo una Mención Especial en el concurso literario Juan Carlos Onetti, en la categoría Poesía, y que fue distinguido con el segundo premio en la categoría Poesía Inédita en el Premio Nacional de Literatura (MEC).
Participó también del proyecto colectivo Pôético: Espacios Públicos/Poéticos/Políticos en correspondencia e intercambio con artistas brasileños de San Pablo, Río de Janeiro y Brasilia.

Jardín interior es su segundo libro, publicado por primera vez en Uruguay en 2017 y ahora en España por Ediciones Liliputienses en diciembre de 2019.

Este poemario es un conjunto de doce impresiones en prosa claras, directas y duras, sin metáforas, con fotos entremezcladas entre ellas. Todas ellas comienzan con la misma palabra: infancia.

Temas crueles, tristes y alegres que tienen como común denominador la huida del lenguaje políticamente correcto, y eso es de agradecer en los tiempos que corren.

A continuación os ofrecemos los tres primeros textos del libro:

I

Infancia, el violador que llegaba a la hora de la siesta y entraba al galpón del fondo cuando Daniela y yo jugábamos a ver vidrieras. Podría haber sido el enano de la estación de servicio, o Julio, el almacenero solitario. Pero éramos nosotras. No puedo decir en qué momento dejábamos de ser amigas para agarrarnos por la espalda y besarnos. La falsa sorpresa. Empezar a ver las bicicletas borrosas. Trancar con llave. Perder de vista la ventana. Excitarse. Un montón de revistas para canjear en el kiosco. Tener miedo de lo que podría llegar a pasar. La sombrilla reseca con sus flecos. Acorralarse y dejarse tocar. Volver a ver vidrieras.

II

Infancia, mostrar mi ano fisurado al doctor Artagaveytia y tener que vestirme para la ocasión. Bombacha y camiseta blancas marca Petit Bateau. Pura tela piqué y la soledad de la educación francesa. Después de ese accidente, me obligaron a cambiar la dieta. Conocer verduras. Justo se me aparece su consultorio, pintado de verde zucchini. El papel rasgado de la camilla, los caños de la calefacción, la asfixia del pozo de aire. También ese pedazo de chatarra donde pesaban a los bebés. Y la maldita enfermera cómplice, capaz de todo.

III

Infancia, un panqueque hecho de trapo para engañar en medio de la fuente. La mesa servida y el disimulo. Qué impresión saber de la trampa y esperar. De una sábana blanca cortamos un círculo, lo pasamos por la sartén para tostarlo y hasta dulce de leche le pusimos. Era Carnaval. Brillaba el implante del parque de diversiones en el balneario. La cresta roja de los claveles y la idea de la víbora abajo de los caballos en la calesita. Rondaban viejas amigas de mi abuela con nombres como Leontina, madre del karateca que se fue a Japón, o Manola, con su hija retrasada, a su vez madre de gemelos. Decorados con incrustaciones de ramas alrededor de los juegos. La palabra laberinto mal escrita. Ver los hilos de las cosas. Predecir la tragedia, estar entrenada para eso.

Ediciones Liliputienses es una asociación cultural sin ánimo de lucro que pretende difundir en España la obra de los y las poetas latinoamericanos más interesantes de la actualidad. Su sede está en Cáceres, una ciudad en la periferia de la periferia, lejos de todo, pequeña. Y, sin embargo, quizá en un lugar como ese el proyecto liliputiense (tiradas diminutas de poetas enormes) adquiere verdadero sentido y permite que los que no residimos cerca de esa ‘isla de San Borondón’, podamos respirar un aire puro poético alejado del páramo cultural al que nos someten las multinacionales de la edición.