Hace unas semanas, un importante medio de comunicación se hacía eco en sus páginas culturales de una tendencia constatable en el ámbito de la creación teatral: una creciente proliferación de textos y espectáculos semidocumentales, en algunos casos teñidos de un cierto hiperrealismo, que dejan constancia contundente de algunos de los problemas más acuciantes a los que nos enfrentamos como sociedad desarrollada del siglo XXI: la desigualdad económica, la catástrofe medioambiental, la degradación de la democracia como sistema político, etc…. De alguna manera, el teatro recupera así una de sus funciones esenciales (nunca
totalmente abandonada) al poner al espectador frente al espejo de su propia realidad. Sin llegar a los extremos (o sí) del distanciamiento político brechtiano de hace unas décadas, el espectador que acude a estos espectáculos se ve confrontado a unas problemáticas que fácilmente reconoce como cercanas y que le obligan a reflexionar acerca de ellas con un cierto sentido de urgencia. Teatro comprometido, se hubiese etiquetado hace unos años a esta propuesta estética. Me pregunto dónde radica hoy en el campo poético ese sentido de urgencia ante nuestra degradada realidad. Si bien se publican autores y libros que dejan testimonio de cuanto (malo)
nos sucede hoy en día, este desequilibrio constatable frente al teatro me temo que es relevante. Y no ha sido siempre así. Los Pavese, Pasolini, Mayakovski, Fried, Celaya o Blas de Otero de antaño dejaron constancia del mundo que les tocó en suerte. Por no hablar de la compacta tradición hispanoamericana: desde Neruda hasta Benedetti, pasando por Nicolás
Guillén. Sinceramente, los echo de menos. En las mesas de novedades proliferan hoy los poemarios ensimismados o de mirada cercana, casi solipsista. Y el mundo que hoy afrontamos exige ser mirado de frente, sin rodeos. Existe una magnífica tradición poética de la revelación. Diotima de Mantinea hablaba de nuestra condición humana como intermediaria de los dioses: ellos nos revelan a través de los poetas sus secretos. Hölderlin y RImbaud desempeñaron en su momento ese papel, pero los dioses hace tiempo que huyeron o dejaron de acompañarnos. Desaparecieron, estamos solos en este planeta y aún no hay pruebas concluyentes de que exista algo parecido al nuestro en otras galaxias. Dependemos de nosotros mismos en este empeño. Nunca fue fácil conjugar el Yo y el Nosotros en poesía, lo individual con lo colectivo. El compromiso político casi nunca dio frutos estéticos valiosos. Y pese a ello, una poética al servicio de lo humano, es decir, de lo social ante el riesgo real de colapso colectivo y medioambiental, me parece de nuevo hoy más que pertinente. Me parece urgente si queremos evitar que la poesía caiga en la irrelevancia o, peor aún, en el abandono que supone encontrarla tan solo en círculos hiperminoritarios para la autocomplacencia. En definitiva, se trata de configurar una renovada poética de lo social. Referentes hay. Y necesidad también.