Nota del autor:
Una reflexión sobre el rito íntimo de escribir cada mañana y el poema que nació hoy entre el aroma del café.

Cada mañana, antes incluso de que el café termine de perfumar la cocina, sucede algo que ya forma parte de mi vida con la naturalidad de un latido. Me siento a la mesa, dejo que el aroma del desayuno me despierte del todo y, mientras doy el primer sorbo, la mente comienza a abrir lentamente el día: ¿qué verso querrá nacer hoy?

Al principio la intención era sencilla: escribir un pequeño poema para acompañar el desayuno. Casi un juego, una compañía discreta entre el café y la tinta. Pero con el tiempo ocurrió algo inesperado: la costumbre se volvió hábito, el hábito se volvió rito y el rito… adicción, si se permite la palabra. Porque ahora no es el poema el que acompaña al café: es el café el que espera pacientemente a que el poema decida aparecer, como un invitado que no quiere interrumpir el trabajo de la inspiración.

En cuanto tengo una idea —un destello, una palabra que respira, una imagen que se asoma desde algún rincón de la memoria— la mano se acelera como obedeciendo una orden silenciosa: vamos, ya es la hora. El bolígrafo corre por el papel como si conociera un camino que yo apenas intuyo. Hay mañanas en que siento que no escribo: me escriben. Como si la poesía se sentara frente a mí, madrugadora e impaciente, y me susurrara: “No me hagas esperar, que solo existo si me das palabras”.

La cosa ha llegado tan lejos que incluso los días sin desayuno no renuncio al poema. Me siento igual a la mesa, aunque no haya taza, y dejo que las palabras me calienten el cuerpo como lo haría el café. A veces escribo largo y profundo; otras, apenas unos versos que salvan la mañana. Pero siempre escribo. Esa constancia que no sabía que llevaba dentro se ha convertido en un ancla, en un hogar silencioso.

Y esta mañana no fue una excepción. Antes de que el vapor del café se disipara, llegó —casi entero— el poema que sigue. No lo invoqué: vino a sentarse conmigo, como un pájaro confiado.

SOMOS DEVENIR

Nacemos desnudos,
arropados por manos que nos sostienen
como quien protege una llama recién nacida.

Padres, maestros, voces que nos preceden,
siembran en nuestra piel
raíces que buscan tierra,
límites que nos salvan,
caminos que se abren como sendas de luz.

Y cada gesto suyo —leve o profundo—
nos va modelando,
barro tibio que el sol amasa sin prisa.

Pero un día despertamos.
La conciencia, como un brote,
rompe la corteza del sueño;
la rebeldía germina,
y la libertad, temblorosa,
nos susurra que el mundo es más grande
que las huellas que heredamos.

Entonces empezamos a ser:
no solo lo que hicieron de nosotros,
sino lo que decidimos hacer con ello.
Forjamos destino
con las manos manchadas de pasado
y los ojos abiertos al porvenir.

Somos tránsito:
un puente entre la memoria y la elección,
entre la herida y el salto,
entre lo que nos fue dado
y lo que escogemos entregar.

Y así, paso a paso,
vamos aprendiendo
que la vida no es un molde,
sino una forma que cambia,
una pregunta que crece,
un latido que se atreve.

Tras escribir el poema, tuve esa sensación que solo regalan algunos despertares:  la de entenderse un poco mejor que el día anterior. Y entonces comprendí que no soy yo quien ha adoptado la poesía… es la poesía la que me ha adoptado a mí, regresando cada mañana para recordarme quién soy.

Si esto es una adicción, que nadie venga a curarla. Hay adicciones que no hieren: sostienen, iluminan, afinan la mirada. Y esta, la de escribir entre sorbos, es una de ellas.

El poema espera.
Y yo también.