Sor Juana Inés de la Cruz fue una mujer con una inteligencia admirable, dueña de un Edén que existía: en su pensar, en su conocimiento tan vasto y en la delicadeza y fineza de sus líneas, que conmovió a las más altas esferas. Desde pequeña fue instruida y ella llevaba el gusto natural por instruirse, amante de las letras, profunda, audaz, elegante, sencilla, única…

Una mujer adelantada a su tiempo, con una lucidez de pensamiento deslumbrante y una fuerza en su pluma implacable, firme, directa y, manejando tonos resplandecientes en todo cuanto escribía, llevaba la sinceridad a flor de piel. La honestidad en sus letras le retribuyó en el temor de muchos varones “ilustres” de su época para los que representó una seria amenaza intelectual.

Sor Juana tenía como don la gracia de poder abordar diversos temas sociales, espirituales, científicos y teológicos. Una mujer que devoraba cuanto conocimiento estaba a su alcance, exigiéndose siempre a sí misma, como ella lo narra en una de sus cartas a “Sor Filotea de la Cruz” (seudónimo del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz), cortaba su cabello a cierta altura y ella debía aprender los temas que le interesaban antes que su trenza alcanzara su tamaño original nuevamente:

Sor Juana tenía como don la gracia de poder abordar diversos temas sociales, espirituales, científicos y teológicos. Una mujer que devoraba cuanto conocimiento estaba a su alcance, exigiéndose siempre a sí misma, como ella lo narra en una de sus cartas a “Sor Filotea de la Cruz” (seudónimo del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz), cortaba su cabello a cierta altura y ella debía aprender los temas que le interesaban antes que su trenza alcanzara su tamaño original nuevamente:

…y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres -y más en tan florida juventud- es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias…

Sor Juana contaba con generosos valles de frases certeras, que cual ballesta calada, dejaban destellos de luz en los ojos de quienes leían sus escritos, pero además hacían ver y sentir desde diversas perspectivas.

Esta sinceridad a la hora de expresar sus opiniones escritas le valió la censura por parte de altas autoridades eclesiásticas; su único pecado fue la Carta Atenagórica, que escribiera en privado al referido obispo Manuel Fernández de Santa Cruz (a petición de él mismo y quien la sacaría a la luz) pero también fue quizá una de sus máximas glorias, una crítica hacia el discurso del padre y escritor portugués Antonio Vieira, miembro de la orden religiosa europea “Compañía de Jesús”.

La forma en que confronta, demuestra y defiende su punto de vista teológico, hacen ver la esgrima tremenda e impecable que posee Sor Juana, añadiéndole grandes dosis de humildad y frescura de unos inagotables manantiales de espiritualidad y verdad.

No había otra forma de callarle más que imponiéndole y es así que se impiden sus escritos, los acorralan, los enmudecen y hacen que su creadora los incinere… y aquí cualquiera que escriba sabe lo que significa ese dolor tan terrible de perder obras y creaciones; es como si uno, literalmente, cortase un miembro de su cuerpo, es una herida que se queda sangrante en el alma.

En base a sus escritos uno puede aventurarse a pensar que quizá fue la primera defensora en México de la libertad de expresión, además de ser la primer mujer del país en defender la igualdad de género, haciendo valer su derecho de estudio, escritura, opinión y conocimiento.

Sin duda una de las más grandes pensadoras de habla hispana; sin duda un ícono de la inteligencia, delicadez y lucidez femenina.

Sencillamente Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana: Sor Juana Inés de la Cruz.

En que da moral censura a una rosa

Rosa divina que en gentil cultura
eres, con tu fragante sutileza,
magisterio purpúreo en la belleza,
enseñanza nevada a la hermosura.

Amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana gentileza,
en cuyo ser unió naturaleza
la cuna alegre y triste sepultura.

¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida

de tu caduco ser das mustias señas,
con que con docta muerte y necia vida,
viviendo engañas y muriendo enseñas!

En que satisfaga un recelo

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y en tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.

Y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía,
pues entre el llanto que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste,
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos:
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

Procura desmentir los elogios

Éste que ves, engaño colorido,
que, del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;

éste en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido:

es un vano artificio del cuidado;
es una flor al viento delicada;
es un resguardo inútil para el hado;

es una necia diligencia errada;
es un afán caduco, y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

Quéjase de la suerte

¿En perseguirme, mundo, qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas,
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi entendimiento
que no mi entendimiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura que vencida
es despojo civil de las edades
ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor en mis verdades
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

Redondillas

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?

Cambatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
el niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Mas, entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.