El libro de Juan Carlos Camarero, Pensamientos, deseos y promesas (2019), es el fruto de un largo proceso del autor como lector y como escritor. Según expone en el prólogo redactado por él mismo, en su vida de corriente ciudadano -padre, trabajador y jubilado- consigue detenerse a escribir en los momentos en que se siente movido a ello. Pese a que alega escribir para sí mismo o para su círculo de amigos, ha decidido dar el salto para ser leído por desconocidos por medio de la publicación de su obra, este recopilatorio de poemas, en la editorial Edición Personal/Ópera Prima (Madrid).
En este paso del Juan Carlos Camarero-técnico de estadística al Juan Carlos Camarero-autor literario hay indudablemente algo de valor: lo principal es esa investidura, ese cambio o evolución de uno cuando consolida un logro en el que ha estado trabajando; pero, además, no se trata de uno de los muchos entusiastas jóvenes que se dan a conocer al mundo como poetas sin haber tenido tiempo de leer, ni de escribir ni de vivir, sino de un hombre en su madurez con una larga experiencia a sus espaldas. Aunque, como se dirá más adelante, sus poemas puedan considerarse demasiado sencillos, no hay que perder de vista este referente: siempre se dilucida la persona real tras la voz poética, la cual legitima lo que dice líricamente.
El título es bastante acertado en cuanto a la temática: pensamientos, deseos y promesas. Abundan, más bien, las reflexiones, los recuerdos, los momentos inmortalizados en la lírica que se abstrae a la sucesión temporal, pero la expresión tripartita del título remite, junto con la tónica general de todo el libro, a un poeta principalmente: Antonio Machado, poniendo como ejemplo Soledades. Galerías. Otros poemas, si bien el autor prefiere imitar el verso corto de su modelo. No tiene reparo en ocultar esta fuente; de hecho, en el poema Sevilla, dice: “La del patio sevillano / que tanto amó don Antonio, / ¿por qué no traes tu sol / a mi pobre corazón?”
En esta línea predominan los poemas de índole puramente machadiana, enmarcados en los ya consolidados tópicos del maestro de la generación del 98: el otoño (Otoño 94, 95 y 96; Canción a un otoño que no llegó, etc.); el recuerdo y la nostalgia (Recuerdos, Nostalgia); la tarde y el crepúsculo (Unidos, Saudades, Recuerdos…), el camino y la acción de caminar (Caminar, Caminante, Camino…), los sueños (Sueños, Sueño…) y la metapoesía (Poeta, Cantor, Canciones, Copla…), entre otros. No hay nada original, realmente, en nuestro autor, pero continuar la obra de un maestro de la literatura española no implica que esta nueva producción poética no tenga suficiente calidad. Hay que subirse a hombros de gigantes: siempre va a tener algo de bueno un poema que respire tradición; las raíces más profundas hacen la obra más alta.
Esta será la tesis que sostendremos para legitimar la calidad de Camarero. Nuestro poeta segoviano ha leído hasta el punto de hacer suyos a los mejores poetas españoles, haciendo de ellos el armazón sobre el que construir su obra, o donde arraigarse para crecer. Como decía Salinas: “En historia natural se denomina hábitat, habitación, la zona donde se cría adecuadamente una cierta especie vegetal o animal. En historia espiritual la tradición es la habitación natural del poeta” (Jorge Manrique o tradición y originalidad, cap. IV). Así, nótese cómo Camarero brota de Machado incluso en el léxico:
“Muchas veces he querido / […] / quemar mi vida, el destino, / […] / caminando tan tranquilo”.
Caminar, J. C. Camarero.
“Caminé hacia la tarde de verano / para quemar, tras el azul del monte…”
Crepúsculo, A. Machado.
“[…] escucha el rumor del viento / […] / deja que caiga la tarde / […] / desde allí verás el mar […]”.
Caminante, J. C. Camarero.
“Y me detuve un momento, / en la tarde, a meditar… / ¿Qué es esa gota en el viento / que grita al mar: soy el mar?”
XIII, Soledades, A. Machado
La recurrencia al léxico machadiano es constante, manteniendo así un imaginario común y el mismo código de símbolos y metáforas. No es casual que tanto uno como otro utilicen la tarde y otros elementos de la naturaleza como símbolo como medio de expresión de sus percepciones y sentimientos, ya que este fenómeno natural remite al hecho cronológico de la última etapa de la vida, la madurez. Igual sucede con el verano y el otoño (la mañana y la primavera siempre han simbolizado la juventud en la lírica tradicional). Esto sucede, por tanto, porque ambos poetas escriben en su madurez, con plena consciencia de ella y con la inexorable lejanía de la juventud, con lo que consecuentemente aparece la nostalgia, los recuerdos, los caminos (lo vivido como proceso diacrónico, lo recorrido, lo aún por recorrer…) y los sueños (lo deseado, no vivido, o bien lo vivido idealizado). Recuérdese el famoso poema de Machado: “Yo voy soñando caminos / de la tarde […]”.
La naturaleza siempre aparece como reflejo del estado anímico del poeta, a veces en sintonía, otras veces en contraste. La naturaleza en Machado era la de los Campos de Castilla: austera, sosegada, humilde, la de una España vieja y reducida a sí misma tras el desastre del 98, hundida en sus propias raíces, cuyo paisaje humilde parece remitir a los vestigios de lo que fue. Así se ve uno mismo en su madurez: tras la larga carrera de la vida se contempla lo esencial, lo que siempre queda, como los atardeceres y como el mar. La emoción está, porque no hay lírica sin emoción, pero está abrazada al sosiego de espíritu, representado por los paisajes amplios y apacibles: “como el viento susurrante / que va camino del mar” (Cantor); “como el agua rumorosa / que va camino del mar” (ídem), “con las olas susurrantes” (Sentir en la playa), “cuando el manto de la noche / se adorna con mil estrellas” (La playa), etc.
Guarda relación con este sosiego la presencia del tilo (La Fuente de los Tilos, Otoño 94). Los árboles son poderosos símbolos del inconsciente colectivo, presentes en la mitología y el arte de todas las culturas, representando cada especie un concepto. Como se sabe, este árbol, el tilo, es conocido por la infusión tranquilizante que se obtiene de sus flores. Sin embargo, hay algo más: es de los últimos en florecer, ya que lo hace prácticamente en julio (verano, ‘madurez’), en contraposición con el avellano o el almendro, que son los primeros (primavera, ‘juventud’). El tilo simboliza el ‘amor en la madurez’ y, como el símbolo en literatura nunca es monosémico, a ello se le suma el ‘sosiego, tranquilidad’. Que además el poeta mencione la fuente junto a este árbol refuerza aún más el componente amoroso, ya que la fuente, en lírica tradicional, al calmar la sed y refrescar, siempre ha simbolizado la ‘satisfacción amorosa’: “En la fuente del rosel / lavan la niña y el doncel…”, “Fontefrida, Fontefrida, / Fontefrida y con amor…”, etc.
La identificación con la naturaleza a la manera machadiana -de emoción, de nostalgia y de calma- aparece a veces en forma de dialogismo con elementos de aquella. El poeta, en el pacto de ficción que sostiene toda obra literaria, y reconociéndose en el paisaje como espejo del alma, le habla atribuyéndole la posible animación de su propia alma, utilizando el recurso de la metagoge. Es curioso que los dos poetas utilicen el vocativo “viejo amigo”, Machado para la Sierra de Guadarrama (“¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo […]?”, en Campos de Castilla) y Camarero para el otoño (“Tú no cambias, viejo amigo, / siempre igual, tus hojas, / tus bosques, tu río, tu mar.”, Otoño 94).
Pueden encontrarse en los poemas otros rastros de la tradición no directamente machadianos, por ejemplo:
- La identificación del poeta-cantor con su instrumento musical, en una sinécdoque, presente en la Oda ad florem Gnidi de Garcilaso de la Vega: “Si de mi baja lira…” o en Bécquer, la Rima VII, “Del salón en el ángulo oscuro […] veíase el arpa”. Camarero repite este tópico en Canción nocturna (“Suena mi lira en la noche…”) y en Necesito (“Ya no sé si enterrar mi guitarra”).
- La embarcación como símbolo de ‘esperanza en las pasiones amorosas’, las cuales se representan con el mar, por lo que, para navegarlo, necesitamos un vehículo, una barca. A veces una o más barcas que se divisan son esperanzas amorosas; otras veces, la barca representa la confianza en uno mismo para navegar por las pasiones (“Navega, velero mío, sin temor…”, Canción del Pirata, Espronceda). El referente claro y directo de Camarero en su poema Mi barquilla es Lope de Vega, con su célebre romancillo Pobre barquilla mía. Ambos comparten el estado de impotencia de la “barquilla” para navegar.
- En Vida hay dos versos que combinan la escritura con el mar, señalando la imposibilidad de la tinta de marcar las vastas aguas: “porque mi pluma no sabe / abrir surcos en la mar”. Esto recuerda al poeta de cancionero Juan Rodríguez de Padrón, que ya decía en el siglo XV: “Bien amar, leal servir / […] / es sembrar en las arenas / o en las ondas escrevir”.
- En Ven aparece el tópico de la lírica amorosa del apremio o la no tardanza del amado o la amada, muy presente en la Edad Media: “Ven pronto, amor, ven pronto”. En la poesía de cancionero, Juan del Encina dice así: “No te tardes, que me muero, carcelero…”, y Jorge Manrique, esto otro: “No tardes, Muerte, que muero” (con connotaciones eróticas). La lírica de tipo popular, anónima y todavía anterior, siempre apremiaba al encuentro amoroso: “Al alba venid, buen amigo…”. Cuanto más pronto, mejor. Y en el caso de los enamorados en la madurez, con más motivo.
Otras veces Camarero retoma algún rasgo o vocablo de gran reminiscencia literaria en la lírica popular para alterar su significado, pero dejando entrever que se ampara en la tradición. Es el caso del uso de la palabra “amigo” o “amiga”. Desde los albores de la Edad Media el amigo era el amado, ya desde las jarchas (habib), con connotaciones amorosas y también eróticas. Sin embargo, los significados que Camarero atribuye a esta palabra oscilan entre ‘amada’ y ‘colega’: “Tendrás siempre mi cariño, / seré tu amigo leal” (Te esperaré), “Querida amiga, / cierra con fuerza tu mano, / cuando sientas la mía” (Amistad), “[…] teniendo siempre a tu lado / un amigo de verdad” (Mírame), y todo el poema Amiga. Siempre que el yo lírico se está dirigiendo a una mujer, el término “amistad” y la denominación de amigo o amiga conlleva matices amorosos.
En relación con esto, en la lírica amorosa suele darse la llamada lírica del vocativo, la que se construye en torno al pronombre tú y todos los de segunda persona. Los mayores exponentes de esta lírica, por su intensidad y su belleza, son Garcilaso de la Vega y Pedro Salinas. En contraposición, la lírica también se define como la expresión del yo, de los sentimientos y emociones, partiendo de la primera persona (véase el Diccionario de términos literarios de Estébanez Calderón). Camarero se maneja con soltura en ambos polos: cabe la intensidad y el lirismo del yo lírico, y a la vez volcándose en el receptor, con el tú, en poemas como Recordar: “Te he buscado por los sitios / donde yo te conocí”, que coincide temáticamente con El amor difícil de Luis García Montero (“Si pudiera encontrarte…”), o en el poema Sentir (“Entre los arcos sonoros / te he sentido”), donde el amor corporal que parte del recuerdo vivido apunta a La voz a ti debida de Pedro Salinas.
Sin embargo, el sujeto lírico, la voz que se filtra a través de la máscara del poeta, no es un ser insatisfecho. Recordemos lo dicho de emoción y sosiego en los versos de Machado. Los poemas amorosos de Camarero no claman a la desesperada (excepto Ven), sino que asumen la pérdida y meramente se dedican a pedir una tenue atención, invitando, quizá, pero no exhortando. Por eso se refiere a la amada como amiga, nada más, atenuando la aspiración amorosa y, quizá así, haciéndola más auténtica. Estos versos cargados de lirismo ilustran esta noble asunción de pérdida (Recuerdos):
No quiero que mi canto
llegue a tus oídos
como un llanto,
no es mi estilo.
Prefiero hundir mi corazón
en el olvido
antes que llorar como la tarde,
en estos versos que te escribo.
A pesar de todo lo expuesto, podría decirse que los poemas de Camarero no son lo bastante complejos ni profundos. En cierto modo, así es. No ofrecen un desafío al lector, no se exige de él un gran esfuerzo de comprensión o de construcción de ideas, como pretende la poesía del silencio o de otras tendencias de los siglos XX o XXI. No hay metáforas difíciles ni el acostumbrado hermetismo de los poetas modernos, que en su discurso autológico sólo se comprenden a sí mismos. Pero un considerable sector de los lectores y de la crítica prefiere una poesía más impenetrable y más cargada de recursos, que ofrezca un reto al ingenio.
Sin embargo, no hay que dejarse engañar por la poesía aparentemente tan sencilla como la de nuestro autor segoviano. Los temas que elige albergan suficiente riqueza, ya que algunos son eternos, como el amor. La forma otorga al contenido la adecuada disposición para que fluyan y suenen los versos en la mente del lector a través de una lectura íntima y silenciosa, que es precisamente lo que pretendía Machado (de acuerdo con Vicente Granados, profesor de la UNED). Camarero no abusa de la rima; deja numerosos versos sueltos. Cuando rima, lo hace sin regularidad, combinando asonante y consonante, lo que acerca la lengua poética a la lengua oral. Esta tendencia es muy común actualmente, a veces de manera intencionada y otras veces por desidia de los poetas, que prefieren no esforzarse en encajar las rimas (igual sucede con la métrica).
Así que nuestro autor se centra en el ritmo y la musicalidad, bastante asequibles al utilizar el verso corto. Como decía Juan Victorio (UNED), en poemas polimétricos, los versos cortos sirven para concentrar y los versos largos para explayarse. La poesía de Camarero pretende ser lo más concisa e intensa posible, siguiendo quizá la estela de Bécquer; por eso los poemas nunca son largos y los versos suelen ser heptasílabos u octosílabos.
La musicalidad la logra, a menudo, con constantes repeticiones: anáforas, paralelismos, estribillos, recurrencias léxicas… Consigue varios objetivos simultáneamente al hacer uso de distintas formas de repetición, que son: la musicalidad, la repetición de secuencias rítmicas utilizando las mismas palabras; la insistencia en los conceptos que se repiten, que quedan enfatizados al aparecer recurrentemente; y la referencia a la tradición, donde la lírica popular de las cantigas de amigo, de los villancicos y la poesía de cancionero repetían constantemente (también con función enfática y musical).
Las preguntas retóricas también son un recurso muy sencillo que dinamiza enormemente el discurso, puesto que acoge en sí casi todas las funciones del lenguaje: expresiva, conativa, fática y poética. En poesía, a veces se afirma lo que se pregunta, otras veces se hacen preguntas sin respuesta: “¿Por qué lloras, mi barquilla, / teniendo al lado la mar?” (Mi barquilla).
Estos recursos, junto a la claridad y a la sencillez, no estorban o incluso ayudan a la intensidad y fuerza ilocutiva de esta poesía. No hay nada desdeñable en poemas que se entienden a la primera como León Felipe, el ya citado Bécquer, el Neruda amoroso de sus inicios o de Los versos del capitán, o en el Miguel Hernández de El rayo que no cesa. Cuando Camarero dice “siento tu piel en mi piel, / en el corazón, mis penas”, queda todo dicho, con octosílabos, con repeticiones, elipsis, antítesis y el aroma de la tradición. Nada que reprochar, si lo que buscamos es compartir las emociones de una persona normal, madura, que vive y siente.
Y es que, como decía Dámaso Alonso en Poesía española, “Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: el lector”.
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