Adalber Salas Hernández Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Entre otros, autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Valencia, Pre-Textos, 2015), mínimos (Madrid, Amargord Ediciones, 2016) y La ciencia de las despedidas (Valencia, Pre-Textos, 2018), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Santiago de Chile, Ril Editores, 2019), Isolario (Bayamón, Ediciones Aguadulce, 2019) y Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Ciudad de México, Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa y Patrick Chamoiseau. Dirige la colección Diablos danzantes en Amargord Ediciones. Cursa estudios doctorales en la New York University. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Roma, Edizioni Fili d’Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Gualajara, Mantis Editores, 2019).

XVI

El ruido de los aviones al pasar golpea

la frente del edificio. Estoy sentado viendo

a Bugs Bunny convencer a un cazador de que

no es un conejo. El aire es pálido a las nueve

de la mañana, fino como una hostia. Mis cuatro

años caben con todo su peso en el mueble

que está frente a la TV. Cuando los aviones

atraviesan el cielo, rayándolo, todo se sacude

contagiado por el mismo temblor, como si

de pronto las cosas hubieran decidido exponer

sus entrañas. La geografía de lo cotidiano había 

sido sumisa, sin aparecidos ni prodigios;

nadie nos prestaba sus milagros y no teníamos lo

suficiente para pagar uno. Pero esa mañana unos

aviones demolieron la barrera del sonido justo

sobre mi cabeza, sobre mi pelo enmarañado

y somnoliento. La mandíbula del cielo se

dislocaba y dejaba caer un llamado áspero, una

sola palabra toda hecha de piedras. Ya no había

nada en la pantalla, sólo unas barras de colores

y un pitido insistente que parecía querer perforarme

el oído. Corrí a la ventana para ver qué pasaba y mi

padre me hizo agacharme bajo el marco. Entonces

escuché los tiros: uno, dos, tres, precisos. No estoy

seguro de la bala que nos partió aquella ventana

del apartamento en Quinta Crespo: puede que

la haya inventado. Pero ese vidrio roto fue

la capa inaugural de lo que algún día sería mi piel.

Apenas tengo esta escena; el relato vendría

más tarde. Es el mal fotomontaje de la infancia, arritmia

de imágenes deslucidas por el uso, borrosas porque

en la memoria llueve todo el tiempo. El agua

rasca la superficie de las fotos como si

quisiera filtrarse en ellas. Encharcarlas. Inundarlas.

(Perteneciente al volumen La ciencia de las despedidas)

XXV

(Historia natural del escombro: Auschwitz-Birkenau)

Cuando no quede ni una persona que recuerde, cuando no

reste en pie un solo tallo de nuestra memoria y nuestra voz

no valga su peso en sal, especias o ceniza, ¿cómo se verán

estos edificios? ¿Como los hallaron los pilotos aliados

con sus cámaras: lentas hileras de rectángulos abrazados a la

nieve? ¿costillas brotando en el aire hambriento?

¿O como los veo a través de Google Earth, barracas

relucientes como cráneos, rejas y alambres de púas limpios

y hasta corteses, todos más o menos somnolientos,

fingiendo la inocencia de los objetos abandonados

bajo la membrana reseca de mi pantalla? Vista desde el cielo,

la tierra es impermeable, lisa, bulímica. No tiene edad o acaso

tiene la edad de los mitos que se olvidan porque ya no sirven

a nadie. Alguien observará todo esto sin curiosidad o terror,

pupilas cubiertas por la resina de la distancia, como si el pasado

no pudiera ser el futuro y el tiempo apenas

fuera el país de lo ya visto. Cuando estemos masticando las

entrañas del suelo y no tengamos la tela de un nombre

para cubrir nuestra desnudez, no podremos advertirles

que la historia es un largo toque de queda donde

realmente nada concilia el sueño por completo.

(Perteneciente al volumen La ciencia de las despedidas)

VI

Mientras escribo el poema, me digo que en él

la palabra muerte no dice nada, no tiene densidad,

no hace más honda la boca. El poema no sabe

de la muerte, como tampoco sabe de la música

que llenará mi cráneo cuando quede vacío.

Ese mismo cráneo que nadie tomará entre sus manos

para anunciar que data del Siglo XXI, qué período

remoto, qué tiempo bárbaro, qué época de luto. Ese

mismo al que nadie hablará, llamándolo Yorick, ser

o no ser, pudiera estar atascado en una cáscara

de nuez y tenerme por rey de espacios infinitos,

y creer que la palabra muerte sirve de algo. Ese mismo

que nadie hallará por azar en una fosa común en

Sudán o en Serbia, en Vietnam o en Catia. Ese cráneo, digo,

ese cráneo mío, que sabrá que el poema es sólo un relato

que se hace la muerte, que se vale de nuestras manos

para decirse, para verse. Esto lo sabrá mi cráneo,

será lo único que sepa, cuando permanezca quieto,

sonriéndole al barro desde su vientre.

Gusanos breves colgarán de sus cuencas,

velarán sus sueños sin palabras.

(Perteneciente al volumen Salvoconducto)

Crédito de la Foto: Susanna Bozzetto


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