Pamela Rahn Sánchez (Caracas, Venezuela, 1994). Es realizadora cinematográfica. Autora de varios libros de poesía, tales como El peligro de encender la luz (2016, Hanan Harawi, 2016, Perú y Ecuador), el ganador ex-aequo del concurso Gloria Fuertes de Poesía Joven Breves poemas para entender la ausencia (2019, Torremozas, España), El radio de pilas y otros poemas (2020, Fundarte, Venezuela) y La luz entre las cosas (2020, Sión Editorial, Guatemala) que incluye el poema “Una casa que respira”, ganador del 1er lugar en el concurso Physis de la UCAB. En 2022 publica una antología de su poesia reunida titulada La silla vacía (2022, Taller Blanco Ediciones, Colombia) y es residente en el prestigioso International Writing Program de la Universidad de Iowa. Es parte de las antologías, Inventus: Antología de ciencia ficción, curada por Jose Urriola (Amazon, 2022), Los Novisimos (ABEdiciones UCAB, 2023), Poblar la intemperie (2023, La Poeteca) y Poemas en bicicleta (2024, La Poeteca). Se desarrolla también como collagista y profesora de talleres de escritura creativa. Trabaja actualmente en su primera novela.

Un buen día

Habité el mundo

y el mundo me habitó a mí.

Ganaron los buenos,

compré manzanas,

tomé café

en compañía de un gato callejero

y se equivocaron a mi favor

en la cadena de pollo frito.

El destino me sonrió,

hasta en el sueño,

mis muertos estaban felices.

Un buen día sin excentricidades,

un pez que escapa de la gran red.

El manto

Testimonio #16

La proximidad al sueño

carece de lógica, Mr. Smith.

Yo creía en él y él en mí

y los dos éramos

seres extraños;

un único aliento olvidado.

«Existo, existo», repetíamos, buscando recordar.

«Todo lo que hago, lo hago por ti», cantábamos.

Nuestros dedos entrelazados suprimiendo el código.

Nos levantábamos del sueño

con los brazos hacia arriba

y las caderas anchas, llenas de grasa,

como si en la noche estuviésemos

invocando a un dios secreto.

Nos convertíamos en esculturas que un niño

miraba embelesado, riendo.

Pero después,

volvíamos a la realidad, a comer una masa gris

aprobada por el médico de los pobres.

Al marcar los asteriscos

en nuestros teclados negros

llorábamos

porque sabíamos que esa sangre derramada

seguía cayendo

y con un clic la ocultábamos.

Nosotros éramos el manto,

al que se iban sumando asteriscos,

una serie de rostros, que servían para ocultar el verdadero.

Nos odiábamos,

pero con un poco de fiebre,

lográbamos amarnos,

hasta olvidar nuestro nombre.


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