Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga nació en Chile, el 7 de abril de 1889. Todavía no era Gabriela Mistral, pero no tardaría mucho en adoptar ese seudónimo. Sería en 1908, a partir de su poema «Del pasado», cuando decidió combinar ambos hasta ser conocida mundialmente por Gabriela Mistral, transmutándose. Quizá, más que un seudónimo, fuera su heterónimo, como apunta Ana Pizarro en su libro “Gabriela Mistral: el proyecto de Lucila”.

No es difícil encontrar información sobre su vida y su obra, por tanto, no pretende el artículo hacer un recorrido por toda su trayectoria, personal y laboral. Sobrarán unas nociones básicas, brochazos, apuntes destacables de esta escritora, como personaje histórico y simbólico en el mundo de la literatura. Simplemente, un puñado de datos que animen a quien lo lea a seguir indagando en ella. 

Gabriela Mistral sobrevivió a un hogar difícil durante su infancia. Fue autodidacta, amante de la naturaleza, apasionada por la enseñanza y de una gran conciencia social que reflejó en sus obras, donde también sería una constante la ternura hacia los niños.  En 1914 ganó el concurso de Juegos Florales con los «Sonetos de la muerte», que la convirtieron en una joven promesa de la literatura chilena. Gracias a este premio, comenzó a adquirir fama y visibilidad. 

Su historia estuvo marcada por la literatura, pero también por una bella labor social. Enamorada de la pedagogía, luchó por los derechos educativos de las mujeres y de los más desfavorecidos. En 1945 recibió el Premio Nobel de Literatura, el primero para las letras latinoamericanas y el quinto para una mujer. También fue la primera mujer chilena en ocupar un cargo diplomático. 

Murió en Nueva York, Estados Unidos, el 10 de enero de 1957; pero nos dejó sus obras, que no entienden de fronteras y han sido traducidas a más de veinte idiomas. 

La selección de poemas que he realizado no es más que un antojo personal y cinco ventanas desde las que poder observar el enorme mundo mistraliano. A partir de ahí, cada cual elija lanzarse, seguir mirando o correr la cortina. 

PIECECITOS

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis
por los caminos rectos,
heroicos como sois
perfectos.

Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!

YO NO TENGO SOLEDAD

Yo no tengo soledad
Es la noche desamparo
de las sierras hasta el mar.
Pero yo, la que te mece,
¡yo no tengo soledad!

Es el cielo desamparo
si la luna cae al mar.
Pero yo, la que te estrecha,
¡yo no tengo soledad!

Es el mundo desamparo
y la carne triste va.
Pero yo, la que te oprime,
¡yo no tengo soledad!

TODAS ÍBAMOS A SER REINAS

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,
árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán…

Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos nunca-jamás.

Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:

«En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar.»

DAME LA MANO

Dame la mano y danzaremos;
dame la mano y me amarás.
Como una sola flor seremos,
como una flor, y nada más…

El mismo verso cantaremos,
al mismo paso bailarás.
Como una espiga ondularemos,
como una espiga, y nada más.

Te llamas Rosa y yo Esperanza;
pero tu nombre olvidarás,
porque seremos una danza
en la colina y nada más…

EL PAVO REAL

Que sopló el viento y se llevó las nubes
y que en las nubes iba un pavo real,
que el pavo real era para mi mano
y que la mano se me va a secar,
y que la mano le di esta mañana
al rey que vino para desposar.

¡Ay que el cielo, ay que el viento, y la nube
que se van con el pavo real!


Referencias bibliográficas