«De profundis. Relatos y poemas de un hijo pródigo» (Punto Rojo, 2016), de Juan Antonio Carrasco Lobo, psicólogo, poeta y escritor gaditano, es un libro que a primera vista puede engañarnos. La edición está demasiado cuidada para lo que es habitual en las primeras publicaciones de quienes quieren abrirse paso en el reconocimiento como poetas. Hay un prólogo muy bien escrito por otra escritora, de Sevilla, que se enfrasca en una reseña no menos elaborada que ésta. Sin embargo, en un vistazo rápido, se ven muchas fotos del mar, de Cádiz, mucha prosa o poesía sin métrica ni rima, hecha con frases largas, sin aparente dificultad interpretativa. Últimamente, parece que muchos poetas, cuando se esfuerzan en acompañar sus textos de imágenes llamativas, suele ser porque el texto no es lo suficientemente bueno para llamar la atención por sí mismo. Teniendo en cuenta la cantidad de miles y miles de libros de poesía de calidad dudosa que se publican, los prejuicios podrían llevarnos a error en la calificación de este libro.
La realidad es que a través de las líneas que Carrasco escribe, sin necesidad de encriptamientos ni artificios retóricos (que los hay en su justa medida, como veremos a continuación), se vislumbra una profunda experiencia vital y literaria. No dejan de compararlo con Bécquer -con ciertas razones-, cuando en realidad puede decirse, en la línea de la crítica postromántica de Croce, que se trata de una obra única e incomparable, en el sentido de que pertenece a un estilo personal, sin que siga claramente ninguna estela marcada.
El libro De profundis hace honor a su título por la naturaleza profunda de lo que se cuenta en él, sin que por ello tenga que mostrar una apariencia oscura ni críptica. A Carrasco le interesa ser comprendido, como proponía Lope de Vega. Pero, además, en el intento (o logro) de comprenderse a sí mismo, expresa lo que retóricamente ha descubierto como “verdad” en el lenguaje plano y sencillo con que lo ha comprendido, es decir, deja caer sus pensamientos sobre el papel tal cual le salen. “Autenticidad”, que decía Salinas. No es escritura automática, pero sí que se otorga la licencia de priorizar el contenido frente a la forma. Por eso no hay ni una estrofa clásica, ni regularidad métrica en ningún poema. Lo cual no significa que no haya suficiente calidad retórica.
Por ejemplo, en el nivel fónico, aparecen rimas internas, prácticamente ocultas, pero que producen cierta eufonía mientras lo leemos sin que nos demos cuenta. En el poema que abre el libro, “Confesiones del hijo pródigo”, los finales de párrafo tienen todos rima oxítona, aunque mezclando consonancia y asonancia: amistad, sal, falsedad, honestidad, mar. Hay rimas internas, como en “Divina poesía”: grandeza y reza, en el segundo párrafo, o profano y mundano, en el tercero. Hay que fijarse; pero esas rimas sutiles salpican muchos de sus poemas. Incluso hay algún acierto métrico que sólo captan lectores experimentados, como los endecasílabos de longitud oracional en el mencionado poema: “A lo bello le dicen poesía”; “Bendita esta traición a lo prosaico”.
En el nivel morfológico, hay un gran dinamismo verbal y muy poca adjetivación, lo cual revela que su intención comunicativa tiene más que ver con acciones que con descripciones estáticas. Pero el género es lírico, en el que no cabe la narración, si no es para hechos breves, por lo cual estos verbos van a expresar más bien emociones, razonándolas (quizá por la faceta de psicólogo del autor), de ahí que se necesiten verbos. Llama la atención el uso en infinitivo, que hace que un verbo cobre la calidad de concepto: dormir, despertar. Pero más a menudo aparecen con un pronombre enclítico hacia un tú lírico, en una expresión autodiegética, que hace al lector partícipe ineludible de las emociones expuestas: …sentirte, olerte, escucharte… (“Inexplicable”); pensarte, soñarte, encontrarte, olvidarte… (“Tu recuerdo”); …no es lo mismo morir por amor que amar muriendo (“Prisas por amar”). Hay una larga tradición en el uso de pronombres en segunda persona, desde Garcilaso, pasando por los románticos y recuperada con vitalidad en el 27 con Salinas (La voz a ti debida). No hay yo lírico sin tú lírico, hecho que Carrasco ha sabido manejar al no ensimismarse demasiado en el “yo”.
Otra forma verbal que llama la atención es el imperativo. Como decía Searle, hay una relación entre la forma lingüística de una expresión y la fuerza ilocutiva del acto de habla. El imperativo, junto con las interrogaciones o el futuro de hacer promesas, son actos puramente ilocutivos. Hay en el libro bastantes imperativos, como en “La fórmula de la felicidad”: apúntala, resta, multiplica… y precisamente hay un poema llamado “La promesa”, donde se emplea el futuro con toda la fuerza que implica en ese caso. El resto de los verbos está en presente, en muchos casos gnómico: Le dicen escalofríos cuando la piel se enerva (“Escalofríos”); A lo bello le dicen poesía (“Divina poesía”).
En el nivel sintáctico, no construye oraciones demasiado enrevesadas, en su ánimo por ser comprendido, muy lejos del gongorismo y muy cerca del lenguaje corriente. En muchos poemas hay mayor parataxis que hipotaxis, al yuxtaponerse oraciones o sintagmas en sucesiones o enumeraciones, o bien con nexos coordinados: Te veo y te siento (“Génesis”); El alma llora, palpita, grita (“Heridas”). Pero depende del estilo de cada poema, ya que algunos cuyos conceptos trata de explicar precisan subordinadas de relativo: El ser que alaba su grandeza, que la adora…
Los recursos estilísticos que más resueltamente utiliza son las anáforas, con sus inseparables paralelismos. Los comienzos anafóricos de cada secuencia de oraciones (más que de versos, porque sus poemas son prácticamente prosa poética) inciden en el concepto o idea que se quiere remarcar, que ha de entrar en el lector con insistencia: El amor es… (“El amor es…”); Le dicen escalofríos… (“Escalofríos”), Te voy a… (“Besar a versos”), “El encuentro”, etc. Los paralelismos sintácticos a comienzo de verso, oración o párrafo son muy abundantes, creando un patrón fijo en la lectura que conduce al lector por el caudal de ideas que se expresa. Este frecuente uso de paralelismos nos lleva a la intertexualidad: ¿Bécquer? Sí, Carrasco Lobo adquiere estructuras de Bécquer: Rima LIII, “Volverán las oscuras golondrinas”; Rima XIII, “Tu pupila es azul”, etc. Pero las anáforas se han utilizado en numerosas épocas: Y paso largas horas… (Dámaso Alonso, “Insomnio”); Escribo… (José Ángel Valente, “Sobre el tiempo presente”), etc. Las estructuras paralelísticas existían ya en la Edad Media, en la lírica popular, recurso de la función poética del lenguaje de gran musicalidad y eficacia en cuanto a la recepción de la idea que se repite, presentada bajo distintas formas insistentemente. Es un recurso que nunca pasará de moda.
Hay otro par de figuras retóricas muy presentes en todas las épocas que se echan en falta en Carrasco, debido a su declarado estilo libre, con sus pros y sus contras, que son el hipérbaton y el encabalgamiento. Como no escribe realmente en verso, sino en secuencias de oraciones a menudo largas, o en pequeños párrafos, no tiene sentido buscar sirremas ni pausas versales. En cuanto a hipérbatos, recurre a ellos con cautela para no caer en oscurantismos: de sentimientos es mi artillería (“Soldado de letras”). Carrasco decide apostar por un estilo de poesía moderno, una poesía que parezca lengua hablada.
Sabe mantener el equilibrio entre el lenguaje poético y el lenguaje coloquial, natural, sin artificios lingüísticos ni complicadas metáforas. Son recursos cuyos nombres pocos conocen, pero que usamos en el habla sin darnos cuenta. Por ejemplo, en “El pretérito de amar” encontramos una elegante derivación, al reunir en el mismo contexto toda una serie de palabras derivadas de un mismo lexema, “amar, amor, amaba…”, más poderosa que un ocasional políptoton, al que también recurre: “Vuelve el caminante al camino”. En “Génesis”, tenemos una perfecta anadiplosis con concatenación, la repetición de una palabra o corta secuencia al final de un verso y principio del siguiente: “Te siento y te quiero. / Te quiero y te deseo”. De las enumeraciones ya hemos hablado, también muy frecuentes en su obra (“Poema inacabado”, “Una lágrima”, etc.) y en la tradición literaria, llegando a la música, que también bebe de la tradición y nos la ofrece revivida: “Nos sobran los motivos” y otras muchas canciones de Joaquín Sabina basadas en enumeraciones.
Todo esto en cuanto a la forma, porque en cuanto a contenido el prólogo de Concha R. Worth nos describe un panorama bastante completo: reflexiones sobre el amor, sobre la poesía y sobre la nostalgia de Cádiz, básicamente. Dice el prólogo: “[…] es la manera, extremadamente personal, de entender la distancia, de abrazar lo nuevo, de comprender el amor, o el desamor, en un simple concepto […]”. Véase qué cantidad de isotopías relacionadas con el entendimiento: “entender”, “comprender”, “concepto”, lo que confirma esa actitud reflexiva del autor, que pretende comprender el mundo a través de la poesía, con una función más gnoseológica, incluso didáctica, que estética. Hay incluso algo de educación emocional en los poemas “imperativos”, como “La fórmula de la felicidad” o “Despierta”.
Su tendencia a la prosa prácticamente preanuncia lo que va a ser la segunda mitad del libro: relatos cortos, también de gran presencia lírica. Al ceñirse a la brevedad, como es inherente a la lírica, mantienen unidad temática, hay poca polifonía y suelen tener finales intensos. Para ser breves, hay considerable abundancia de la descripción, que le sirve para delimitar, ralentizar y ornamentar. Incluso la descripción toma una formidable función simbólica en el relato homodiegético “Hojas”, cuyo decorado revela el estado anímico del narrador.
De modo que, concluyendo, lo que podría decirse que determina al libro de Carrasco es la intención de comprenderse a sí mismo y, consecuentemente, hacer que los demás también lo intenten, que el lector participe en esas búsquedas, que las traslade a su experiencia. La poesía que por antonomasia surge de la posición más personal, si es realmente poesía, tiene que ser universal. La experiencia de Carrasco, con sus preguntas sin respuesta, al ser plasmada en forma de poesías o prosas poéticas nos lleva a preguntarnos qué pretende darnos este libro, qué nos dice realmente esa voz poética.
Cuando un autor entra a plantear y describir razonamientos, como en este caso, a veces se le cataloga como “conceptista”, con lo que se distancia de la experiencia real para enfrascarse en pensamientos, con el riesgo de hacernos ver una realidad que sólo existe en su mente. Viene al caso una cita de González Muela en el prólogo de La voz a ti debida de Pedro Salinas, ed. Castalia: “No creemos que, como dice Spitzer, el poeta escruta a la amada “para conocerse a sí mismo”. No; eso se dará por añadidura; lo que está buscando el poeta es el poema”. De ahí que abarque también la metapoesía, reflexionando sobre la creación poética. La experiencia vital, con todos sus vaivenes, dolores, presagios, desastres, melancolía, no deja de ser un pretexto para lo que realmente le importa a un escritor, ya sea poeta, prosista, narrador o ensayista, y es hacer lo que Aristóteles llamaba “el arte que imita con palabras”, es decir, literatura.
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