Adrienne Cecile Rich (16 de mayo de 1929, Baltimore, Maryland-27 de marzo de 2012, Santa Mónica, California), más conocida como Adrienne Rich, fue una poeta, intelectual, crítica y feminista estadounidense. Recibió numerosas distinciones desde el principio y a lo largo de su carrera. W. H. Auden elogió y prologó su primer libro de poemas en 1951.

Algunos de estos premios fueron incluso rechazados por ella: en 1974 cuando le otorgaron el Premio Nacional del Libro, Rich rehusó recibirlo de forma individual y se unió a otras dos poetas feministas nominadas, Alice Walker y Audre Lorde, para aceptarlo en nombre de las mujeres “cuyas voces aún no se han escuchado en un mundo patriarcal”. En 1997 lo mismo, rechazó la Medalla Nacional de las Artes como protesta contra el gobierno de Bill Clinton, porque la poesía y la lucha fueron, para ella, una misma cosa.

A lo largo de seis décadas de producción incesante, Rich atravesó un camino de exploración poética y autorreflexión, cuestionando el modo en que la tradición literaria masculina y el patriarcado habían dejado a las mujeres.

«Puesto que no somos jóvenes, las semanas tienen que contar

por los años que perdimos. Así y todo, solamente esta peculiar distorsión

del tiempo me dice que no somos jóvenes.

¿Acaso a los veinte alguna vez caminé por la calle a la mañana

con los miembros flameando de la más pura alegría?

¿O me incliné desde una ventana sobre la ciudad

a escuchar el futuro

con los nervios afinados, como escucho tu llamada ?

Y tú, tú te acercas a mí con la misma cadencia.

Tus ojos son inmortales, la chispa verde

del lirio a principios del verano,

el berro verdeazul que lavó la primavera.

A los veinte, sí: pensábamos que íbamos a vivir para siempre.

A los cuarenta y cinco, quiero conocer incluso nuestros límites.

Te toco sabiendo que no nacimos ayer,

y de algún modo, cada una va ayudar a la otra a vivir,

y en algún lugar, cada una va a ayudar a la otra a morir.»

«Si has creído que este escombro es mi pasado

hurgando en él para vender fragmentos

entérate de que ya hace tiempo me mudé

más hondo al centro de la cuestión

Si crees que puedes agarrarme, piensa otra vez:

mi historia fluye en más de una dirección

un delta que surge del cauce

con sus cinco dedos extendidos»

«El grito

de una voz ilegítima

Ha dejado de escucharse, por ende

se pregunta a sí mismo

¿Cómo es que existo?

Éste era el silencio que quería romper en vos

Tenía preguntas pero no ibas a responder

Tenía respuestas pero no podías usarlas

Esto es inútil para vos y quizás para los otros.»

«Mientras en esta ciudad parpadean las pantallas

con pornografía, vampiros de ciencia ficción

y asalariados doblándose bajo el látigo,

también hay que caminar… nada más, caminar

entre la basura mojada, con las crueldades

de nuestros barrios en primer plano.

Tenemos que entender que nuestras vidas son inseparables

de esos sueños rancios, del borboteo del metal, de esas desgracias

y de la begoña roja que destella peligrosamente

en la cornisa de un edificio de seis pisos

o de las chicas de piernas largas que juegan a la pelota

en el patio de la escuela.

Nadie nos imaginó. Queremos vivir como árboles,

sicomoros llameantes en el aire sulfúrico,

moteados de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,

con nuestra pasión animal enraizada en la ciudad.»

«Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.

Mucho antes nos separó la alarma, y estás

desde hace horas en tu escritorio. Sé lo que soñé:

nuestra amiga, la poeta, entra en mi cuarto

donde llevo días escribiendo, hay borradores,

carbónicos y poemas desparramados por todas partes,

y quiero mostrarle un poema

que es el poema de mi vida. Pero dudo,

y me despierto. Me besaste el pelo

para despertarme. Soñé que eras un poema,

te digo, un poema que le quería mostrar a alguien…

me río y vuelvo a soñar otra vez

con el deseo de mostrarte a todos los que amo,

de andar juntas sin reservas

con el impulso de la gravedad, que no es simple,

que arrastra un largo trecho al plumerillo en el aire exhalado.

«Este departamento lleno de libros podría partirse en dos

bajo las mandíbulas gruesas y los ojos saltones

de los monstruos: una vez que abres un libro, te tienes que enfrentar

al lado oscuro de todo lo que amaste–

el estante y las pinzas listos, la mordaza

con la que hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,

el silencio que entierra en la arena del desierto

a los niños no deseados —mujeres, desviados, testigos.

Kenneth me cuenta que ordenó los libros de modo

que mientras escribe puede ver a Blake y a Kafka;

sí, y todavía hay que ajustar cuentas con Swift,

que aborrece la carne de las mujeres pero les alaba la mente,

con el terror de Goethe por las madres, con Claudel vilipendiando a Gide

y con los fantasmas —sus manos entrelazadas por siglos—

de las artistas que murieron en el parto, de las sabias calcinadas en la hoguera,

siglos de libros sin escribir, apilándose detrás de estos estantes;

y todavía nos tenemos que quedar mirando la ausencia

de los hombres que no debieron, y de las mujeres que no pudieron, hablarle

a nuestra vida— este hoyo aún sin excavar

llamado civilización, este acto de traducción, este medio-mundo.»