Cuando uno termina de leer El pino, se da cuenta, incuestionablemente, de que ha leído Literatura. ¿Por qué?, pues porque deja en el lector un regusto a pensamiento vivo y atemporal, pronunciado en un discurso que cuelga unas palabras en los ojos del lector que destilan humanidad. Decía Unamuno que “el escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad”. Y eso sucede con El pino. Es una obra que sobrevuela todo el tiempo y de tal manera lo humano (“si no sabemos orientarnos solos, ¿por qué nos extraña ir perdidos por la vida?”, pág. 29), que atrapa a quien se acerca a sus páginas.
El pino es “el periplo de un hombre bisiesto” (des)contando los últimos meses de docente hasta su inminente jubilación. En ese viaje narrativo y reflexivo grita contra injusticias como el machismo, la homofobia, la xenofobia, la explotación de la clase obrera, los nacionalismos empobrecedores y ciegos, la burocracia, (burda y antropófaga), la monarquía, al inmovilismo del individuo… hay tanto en El pino que parece mentira que quepa tanto contenido en 163 páginas.
El maestro está en cada página. Está donde se cuestiona la esencia misma de su profesión con paradojas como “he dedicado una vida a pasar lista, para anotar solo el nombre de los ausentes, (pág. 98). Está donde la ironía arremete contra la Administración educativa: “¿Cómo marcará las horas extras de reuniones y correcciones? Será interesante ver cómo lo gestiona el responsable del Departamento de Educación que tuvo la idea del reloj, debe haberse entrenado a fondo para llegar a ser tan inútil.” (Pág. 34). Está también, y quizá, sobre todo, en el educador empecinado en enseñar a su alumnado a ser crítico (“gracias por hacernos pensar”, pág. 148).
Pero eso no es todo. Además, el narrador se divierte (eso se nota) amasando su discurso entre la ternura, el humor (que se lo pregunten, si no, a Agapito), la reflexión filosófica, la pasión, la admiración por lo cotidiano o lo efímero, el amor por la sencillez o la naturaleza, y todo ello con una prosa rica y fluida que, en ocasiones, en muchas ocasiones, es poética. El narrador habla siempre en primera persona. Nos cuenta su experiencia mientras el reloj de su vida laboral acelera hacia el final. No nos importa si lo que narra es verdad o verosímil. No buscamos al José Luis biógrafo, sino al orador. Al cronista de sucesos, de miedos y de sueños y de manías y de frustraciones que nos refleja, cual espejo, la vida de cada uno de nosotros en sus palabras.
Ahí, junto al pino, observo la naturaleza y reflexiono. Hoy, por ejemplo, al ver las golondrinas primaverales revolotear, he pensado en nuestra nula capacidad de volar debido, quizá, a que siempre nos están cortando las alas, cuando no nos las cortamos nosotros mismos. (Pág. 19).
El pino protagonista es la imagen y el trasunto de la sencillez, de la naturaleza más esencial y austera, más auténtica. Por eso propicia el pensamiento y la reflexión del hombre sentado a su abrigo. Algo pasa cuando hombre y árbol, árbol y hombre se despiden tras el último día de clase. Y eso hará al lector reflexionar sobre aquello que de verdad incumbe al ser humano:
Cuando acabamos de leer El pino, nos quedamos con la sensación de que el narrador era nuestro amigo y de que la conversación ha terminado: hablamos de activismo político, de un Sistema todopoderoso y alienante que nos lleva al precipicio; y hemos estado de acuerdo en una visión del amor que no tiene edad, pero sí perennes aderezos eróticos que nos hacen sentir vivos. Nos hemos hecho admiradores sibaritas de los pequeños detalles de la vida, el narrador de El pino y yo (“la mejor edad es la que tengo ahora”, pág. 14). Acérquese el lector a El pino y pruebe la experiencia.
El pino se puede conseguir en este enlace.
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