Después de las anteriores explicaciones sobre la definición del símbolo, sus características y sus funciones, este apartado servirá a modo de conclusión, incidiendo en la idea de “desciframiento personal”, la autocomprensión o autoconocimiento. En efecto, si parafraseando a José Manuel Caballero Bonald, que en una entrevista dijo “Sólo deformando la realidad se pueden poner de manifiesto los enigmas que están dentro de ella” (Payeras Grau, 1987: 244), para entender esos enigmas tenemos que partir de esa deformación, del complejo de símbolos a través de los que conocemos el mundo y nuestra psique, lo de fuera y lo de dentro.

En el apartado de la función gnoseológica del símbolo se ha hablado de la búsqueda de una revelación del contenido críptico, simbólico, de un poema, que necesariamente nos debe estar enseñando algo. Esta tarea no es fácil ya que el símbolo trata siempre de lo oculto y lo inefable, pero su sustancia y la inducción a la autorreflexión que genera nos sitúan en una posición cercana a ese conocimiento periférico de lo que esconde[1].

Freud da el nombre general de interpretación al proceso simétrico e inverso de la simbolización. Para buscar las claves de los sueños “populares”, llega a hablar de desciframiento, y en éstos las claves de ese “disfraz verbal” son “generalmente conocidas y aparecen dadas por una costumbre fija del lenguaje” (Teorías literarias del siglo XX, p. 698). El maestro de Jung ya hablaba de variantes populares en los sueños que habían de ser descifradas con claves colectivas, como en muchos casos era el lenguaje, a menudo con dichos o giros coloquiales. Sin embargo, la diferencia principal en la interpretación de Freud y la de Jung es la siguiente: Freud, en su psicoanálisis, utilizaba los sueños como punto de apoyo para explorar el problema inconsciente del paciente. Los reducía a ciertos tipos básicos e interpretables y, al hacer seguir hablando al paciente de sus imágenes, y de los pensamientos que le suscitaban, le hacía traicionarse y revelar sus dolencias.

Jung, por el contrario, no concibió esos “tipos básicos” y quiso dar toda la importancia a la riqueza de las imágenes. No es lo mismo, para simbolizar el acto sexual, abrir una puerta con una llave que aporrearla con un ariete. “[…] renuncié a las demás asociaciones que se alejaban del texto de un sueño. Preferí concentrarme más bien en las asociaciones del propio sueño […]”, “[…] llegué a la conclusión de que, para interpretar un sueño, sólo debería utilizarse el material que forma parte clara y visible de él”, afirmaba Jung.

Ahora bien, desde el principio estamos hablando de imágenes colectivas, de símbolos. Pero los sueños están elaborados por el inconsciente de cada uno, que es lo más personal e “intransferible” que existe. Están hechos “por ti y para ti”, luego quien los tiene que descifrar eres . Y en lo visto acerca de las funciones gnoseológica y develadora ya se destacó la importancia de la adquisición de conocimiento a través del interior, esa emoción que se siente cuando se comprende algo.

Es sorprendente lo mucho que tiene que ver la interpretación de sueños junguiana con la interpretación de una poesía construida con símbolos. En efecto, siempre ha afirmado Juan Victorio que, en el análisis, “hay que ceñirse al texto”, “basarnos en el propio texto”, con especial atención y detalle de cada palabra. La interpretación correcta, y su consiguiente “develación” para nuestro espíritu, será la que obtengamos de manera personal, ceñidos a la propia poesía o canción, atendiendo a lo que nos sugiera a nosotros, descifrada con el conocimiento profundo e innato que tenemos. Únicamente cabe señalar que, como hombres de una época de dispersión cultural y de urbanización, necesitamos nociones generales de antropología, mientras que los antiguos estaban inmersos en ellas.

La comprensión del mundo obtenida de manera individual mediante el desciframiento personal de símbolos llega a garantizar la contemplación de todo aquello que de “divino” tiene la realidad que nos rodea. Esta era la primera tarea de la filosofía para los antiguos estoicos, la theoria: To theion o Ta theia orao significa “yo veo lo divino” (Ferry, 2007: 42). Como se puede suponer, la llegada a este estado es de infinito beneficio para la vida.

Consideraciones finales

Son muy acertadas las conclusiones a las que llega Gilbert Durand (2007: 124-140), entre las que cabría destacar, en primer lugar, la referida a la función de eufemización, no incluida en el apartado previo porque revela interesantes conclusiones globales. Hablando de la “fabulación”, el biólogo Bergson dice “Reacción defensiva de la naturaleza contra un desaliento… esta reacción provoca en el interior de la propia inteligencia imágenes e ideas que resisten la representación deprimente…”, como si fuera un paliativo ante la realidad desalentadora, sobre todo por la muerte. El psicólogo René Lacroze presenta el reino de las imágenes como una “posición de repliegue en caso de imposibilidad física o de prohibición moral” o “evasión lejos de la dura realidad”. De acuerdo con ellos, Durand establece la función de eufemización, no como un “opio negativo”, sino como un dinamismo prospectivo que a través de las estructuras de lo imaginario mejora la situación del hombre en el mundo. Es decir, no es, o no sólo es que se “tape” lo horroroso como la muerte, o lo feo de tratarse de algo íntimo que puede ser un acto sexual, sino que el mundo simbólico de imágenes genera casi una armonía con tales realidades, se logra una aceptación o una acogida de ellas.

Es curioso que G. Durand hable de la eufemización y que J. Victorio, en su libro dedicado mayormente a los símbolos de la poesía amorosa, atienda con sumo interés los eufemismos. ¿No hay, en el fondo, algo común entre el antropólogo y el filólogo? Según parece, símbolo y eufemismo remiten a cierta intención paralela, que podríamos decir de enmascarar y endulzar diversos aspectos de la realidad.

Este hecho apunta en gran medida al ámbito personal, pero la imaginación simbólica es también un factor de equilibrio psicosocial. Mediante el análisis junguiano, y la noción de arquetipo, “el símbolo es concebido como una síntesis equilibrante, por cuyo intermedio el alma individual se armoniza con la psiquis de la especie y da soluciones apaciguantes a los problemas que plantea la inteligencia de la especie” (2007: 128). El inconsciente colectivo, al presentar imágenes comunes, produce esa unificación antes referida entre miembros de la misma especie, y por tanto, una nivelación o equilibrio. Además, el término “apaciguantes” enlaza con la idea de la eufemización.

Hasta qué punto es importante el mundo de los símbolos con el que convivimos que, en una sociedad, el equilibrio sociohistórico es una constante “realización simbólica”. Del mismo modo que la psiquiatría pretende devolver, con cierta terapéutica, al equilibrio simbólico, la pedagogía sería una “sociatría” que aportara las estructuras imaginarias necesarias para su dinamismo evolutivo.

Actualmente, en nuestra sociedad científica e iconoclasta, es necesaria una pedagogía táctica de lo imaginario. Como se dijo anteriormente, “La razón y la ciencia sólo vinculan a los hombres con las cosas […]”, sentencia sobre la que Durand no ha querido extenderse, pero que remite al materialismo y a los medios de comunicación de nuestro mundo moderno, los cuales, como dice J. Victorio, “barrerán todo aquello que permitía al individuo reconocerse positivamente en su colectividad”. Resulta admirable cómo el veterano filólogo, sin haberse dedicado a estudios de antropología, cita palabras que encajan perfectamente en este análisis (reconocerse, colectividad). Léase también:

La antropología de lo imaginario, y sólo ella, permite reconocer el mismo espíritu de la especie que actúa en el pensamiento «primitivo» así como en el civilizado, en el pensamiento normal así como en el patológico. Aquí nos reencontramos con el optimismo de un Lévi-Strauss cuando declara que «el hombre siempre ha pensado de igual modo», y supone que la especie humana siempre estuvo dotada de «facultades constantes» (Durand, 2007: 134).

Con todos los avances de nuestra civilización, con el valioso fruto de nuestro pensamiento crítico, nuestra imaginación “demistificada”, conviene recuperar esa “demitización” borrada erróneamente, el inalienable “pensamiento salvaje” que ha servido de sustento durante milenios, frente a dos o tres centurias de relativo progreso del que estamos orgullosos, y también desvalidos. El símbolo es el refugio de la sociedad humana, fugacidad de la imagen y perennidad del sentido, cuando prácticamente todo es fugacidad. Es la realidad antropológica mucho más vital, “mucho más importante para el destino, y sobre todo para la felicidad del hombre, que la muerta verdad objetiva” (Durand, 2007: 140). Esperamos que en próximos estudios se vaya descubriendo algo más sobre los pilares que sostienen la estructura de nuestra casa, nuestra vida, nuestro mundo.

Bibliografía

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[1] Hay que recordar también que la poesía es un fin en sí misma, y no tanto, o no sólo, un medio para “aprender” algo. Por eso tampoco procede “desentretejer” hasta lo absoluto lo que hay en ella, quizá porque es imposible. Dice Gerardo Diego en la célebre antología Poesía española contemporánea (Madrid, Signo, 1934): “La poesía se explica sola; si no, no se explica. Todo comentario a una poesía se refiere a elementos circundantes a ella, estilo, lenguaje, sentimientos, aspiración, pero no a la poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto”.