Sylvia Plath, considerada como una de las mejores poetas del siglo XX, nació un 27 de octubre y es por ello que, en Poémame, hemos querido rendirle homenaje. 

Sobre su persona hay opiniones para todos los gustos y su figura se ha visto mercantilizada y frivolizada hasta la saciedad.

Hoy queremos, simplemente, hacernos eco de la poeta en relación con su persona, de su trayectoria, de la influencia que tenía el mundo sobre sus letras. En el artículo publicado el año pasado nos acercábamos a ella con un poema. Hoy nos aproximaremos a su vida y a su obra.

Plath nació en octubre, en el mes del almacenaje, como expresaba en uno de sus versos. Desde muy joven se interesó por la escritura, su primer poema lo escribió a los 8 años. La educaron para ser una mujer complaciente y moderada. Ella quería cumplir con su papel, hacía lo posible para contentar las expectativas del resto, evitando mostrar sus debilidades, pero también, sus inquietudes. Esa careta de vigorosidad, perfección y alegría, dejaba tras de sí la frustración y el agotamiento que arrastraba. 

La chica que quería ser Dios, como su diario rezaba, destacaba, poseía una brillantez innegable, constantemente deseaba superarse y solía abarcar tantas ocupaciones que acababa sobrecargada, procurando además, ser la esposa y madre ideal. Amante del arte, dibujaba para desarrollar su creatividad, a instancias de su marido. 

Se suicidó muy joven y se convirtió en un mito. Se le atribuye un trastorno bipolar. Se hablaba de sus depresiones, de sus crisis, de la desesperanza ante la muerte de su padre, de los problemas en su matrimonio, de la soledad y el vacío que la embargaba. 

En el último periodo de su vida incrementa su productividad, aunque en vida solo publicó la primera recopilación de su poesía The colossus. A título póstumo, recibió el Premio Pulitzer (1982).

Decía en uno de sus poemas que intentó no pensar demasiado, trató de ser natural y amorosa como las demás mujeres. ¿Lo consiguió? ¿Acaso era necesario?

Os dejamos con un par de poemas.


Soy vertical

Pero preferiría ser horizontal.
No soy un árbol con las raíces en la tierra
absorbiendo minerales y amor maternal
para que cada marzo florezcan las hojas,
ni soy la belleza del jardín
de llamativos colores que atrae exclamaciones de admiración
ignorando que pronto perderá sus pétalos.
Comparado conmigo, un árbol es inmortal
y una flor, aunque no tan alta, es más llamativa,
y quiero la longevidad de uno y la valentía de la otra.
Esta noche, bajo la luz infinitesimal de las estrellas,
los árboles y las flores han derramado sus olores frescos.
Camino entre ellos, pero no se dan cuenta.
A veces pienso que cuando estoy durmiendo
me debo de parecer a ellos a la perfección—
oscurecidos ya los pensamientos.
Para mí es más natural estar tendida.
Es entonces cuando el cielo y yo conversamos con libertad,
y así seré útil cuando al fin me tienda:
entonces los árboles podrán tocarme por una vez, y las flores tendrán tiempo para mí.

Nacidos muertos

Estos poemas no viven: el diagnóstico es triste.
Los dedos de manos y pies crecieron bastante,
sus pequeñas frentes se abombaron por la concentración.
Si no caminaron por ahí como personas
no fue por falta de amor materno.
¡No puedo entender lo que les ocurrió!
Tienen la forma, el número, los miembros precisos.
¡Se ven tan bien ahí en su líquido de adobo!
Sonríen, sonríen, sonríen, me sonríen a mí.
Pero los pulmones no se hinchan y el corazón no bombea.
No son cerdos, ni siquiera son peces,
aunque tienen un cierto aire de cerdo y de pez,
sería mejor que estuvieran vivos, y así es como estaban.
Pero están muertos, y su madre, casi muerta de enajenación,
y miran como estúpidos, y no hablan de ella.