Louise Elisabeth Glück (Nueva York, 22 de abril de 1943) es una poeta estadounidense en lengua inglesa. Fue la duodécima poeta laureada (2003-2004) por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El 8 de octubre del 2020 se anunció que ganó el Premio Nobel de Literatura.

«Por su característica voz poética, que con su austera belleza hace universal la existencia individual».

Su primer libro de poemas, Primogénito, tuvo una recepción favorable. Su creciente prestigio hizo que en 1984, se incorporara a la facultad de Williams College en Massachusetts como profesora. Al año siguiente, la muerte de su progenitor la impulsó a la escritura de una de sus obras cumbre, Ararat. A este le siguió otro de sus libros más importantes, El iris salvaje, por el que ganó el Premio Pulitzer.

MENSAJEROS

«Sólo la espera es necesaria, te hallarán.

Los gansos que vuelan bajo sobre la ciénaga,

brillantes en el agua negra.

Te hallarán. 

Y los venados:

qué bellos son,

como si no les estorbaran sus cuerpos.

Despaciosamente llegan al claro

a través de lienzos de sol.

¿Por qué estarían así, tan callados,

si no estuvieran esperando?

Casi inmóviles, hasta que sus tiestos

enmohecen, los arbustos tiemblan al viento,

rechonchos y sin hojas.

Sólo es preciso dejar que suceda:

aquel grito —desátate, desátate—

como luna que se arranca de la tierra

y se alza llena en su círculo de dardos,

hasta que ellos aparecen delante

como cosas muertas que la carne agrava,

y tú sobre ellas, herida y dominante.»

LAGO EN EL CRÁTER

«Entre el bien y el mal hubo una guerra.

Decidimos que el cuerpo fuese el bien.

Eso hizo que el mal fuese la muerte,

que el alma se volviera

completamente en contra de la muerte.

Como un soldado que desea

servir a un gran señor, el alma

desea cerrar filas con el cuerpo.

Se puso en contra de la oscuridad,

en contra de las formas de la muerte

que reconocía.

De dónde viene la voz

que dice: y si la guerra

fuese el mal, que dice

y si fue el cuerpo el que nos hizo esto,

nos hizo tener miedo del amor.»

EL LÍMITE

Una y otra vez, una y otra vez, ato

mi corazón a la cabecera de la cama

mientras mis acolchonados lamentos

se endurecen contra su mano.

Está aburrido,

me doy cuenta. ¿Acaso no me trago sus engaños,

no pongo sus flores en agua? Lo miro cortar los trozos de carne

sobre el encaje de mamá,

distribuir magras porciones piadosamente… Puedo sentir sus muslos

contra mí por amor a los niños.

¿La recompensa? Por las mañanas, destrozada

por esta casa, lo miro tostar su pan

y probar su café, evadiéndose.

Las sobras son mi desayuno.