La poeta argentina Ángela Pradelli.

Ángela Pradelli (Buenos Aires, Argentina, 1957) es escritora y poeta. Profesora de secundaria y coordinadora del Plan Nacional de Lectura en la Región de la Provincia de Buenos Aires, actualmente es también coordinadora de la Cátedra Latinoamericana y del Caribe de Lectura y Escritura.

Ha dado conferencias y talleres para escritores en la Argentina y en varias ciudades de otros países: Cuba, Venezuela, Suiza, Alemania, Italia, los Estados Unidos de Norteamérica, China. Ha colaborado en diferentes medios periodísticos argentinos y para el periódico La Liberté, de Fribourg (Suiza) y la Jornada semanal, de México y también ha sido seleccionada como escritora residente en diversas partes del mundo: EUA, Suiza, Italia, China. De hecho Poémame ya ha publicado dos artículos suyos en los que Ángela Pradelli ha compartido sus impresiones poéticas durante su estancia en China:

De su obra poética queremos destacar el poemario Un día entero (Ediciones del dock, 2008). Ha sido galardonada tanto en Argentina como en el extranjero y ha llegado a ser finalista del Premio Casa de las Américas en poesía en 1994 y obtenido el premio Concurso Nacional de Poesía Miguel Ángel Bustos, Roberto Santoro, Francisco Urondo (1996). Algunos de sus libros se han traducido al alemán y al inglés, y en parte, al italiano y al francés. Entre las diversas obras que ha escrito queremos destacar el libro de cuentos Las cosas ocultas, Amigas mías, Turdera y El lugar del padre. Fue galardonada con los premios Emecé de Novela en 2002 y Clarín de Novela en 2004.

En febrero de 2018, la editorial Emecé publicará su próxima novela La respiración violenta del mundo, cuya historia se desarrolla en escenarios de la zona sur de Argentina (Adrogué, Burzaco, Longchamps, Lomas de Zamora).

Pradelli es una escritora que siente la escritura como una necesidad y puede tardar horas en encontrar un par de palabras, pasar la tarde para cambiar un párrafo para que suene mejor, o acomodar las frases una y mil veces hasta alcanzar a oír la música que desprenden.

Como pueden comprobar nuestros lectores, estamos ante una grande de las letras argentinas. Además, también coordina junto con Alejandra Correa un proyecto social y colectivo muy interesante que recoge testimonios de mujeres víctimas de violencia: ¿Por qué llora esa mujer?

¿Podría usted contarnos un poco de su vida y actividad literaria?

Empecé escribiendo poesía y tardé un tiempo en escribir narrativa. Escribo también crónicas. Pero tengo que decir que, en cualquier género que leo o escribo, necesito encontrar poesía, no puedo leer un texto en el que no encuentre poesía.

¿Cúales fueron sus primeras lecturas poéticas y qué autores le influyeron?

Cuando era adolescente, descubrí a Neruda, fue una recomendación de un librero que tenía su local en una galería a la que concurría poca gente, tal vez porque estaba un poco escondida. La librería estaba en el fondo del pasillo, desde la puerta de entrada, se podía ver al librero, sentado en una silla en la puerta del local, leyendo. Tengo esa imagen muy grabada. Mientras esperaba que llegaran sus clientes, el librero leía. Yo no tenía plata para comprar pero mientras iba haciendo mis ahorros, me gustaba pararme frente a la vidriera a leer títulos y autores. Hasta que un día vi al librero leer con más concentración que otras veces y quise leer esa mismo libro. Eran los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Unas semanas después volví con mi ahorros a comprar el libro. A los 18 años leí por primera vez a Chejov, y descubrí mucha poesía en sus cuentos. Hace algunos años, el escritor Raymond Carver publicó un libro de poemas, eran los subrayados que fue haciendo en los cuentos del escritor ruso y que, extraídos del relato, funcionan como poemas.

¿Cómo definiría a su poesía?

Creo que podría decir que es la poesía que habita en las pequeñas cocinas de las casas, en los jardines sencillos, en el instante que se disgrega un mundo pero queda también para siempre.

A veces, cuando se cierra el sol de los días, el sonido del agua llega
desde una respiración de la infancia

y nos salva;
¿es ahí donde quedaron las palabras?, ¿encerradas en la luz de los frutales?

voy hacia ese sol que vive detrás del limonero.

«El sol detrás del limonero» (voz de Ángela Pradelli)

¿Cree que una poeta “evoluciona” en su escritura? ¿Cómo ha cambiado su lenguaje poético a lo largo de los años? 

La idea de evolución no me parece muy cercana a los cambios en la escritura. Creo que la poesía está, y que los poetas a veces pueden captarla, entenderla, trasladarla a la escritura. En esa línea, creo que leer y escribir desarrollan la sensibilidad a través de la cual podemos escribir la poesía del mundo.

¿Cómo siente que un poema está terminado y cómo lo corrige?

Corrijo mucho, muchísimo, tratando siempre de que cuidar en ese proceso el corazón del texto, el lugar en el que se aloja el poema. A veces tardo en darme cuenta de que el poema está terminado.

¿Cuál es el fin que le gustaría lograr con su poética?

La emoción.

Mundos rotos rupturas roturas rompimientos

las caídas
los agujeros
el fracaso
la desintegración el derrumbe
el hundimiento la destrucción ciertas ruinas una demolición

no es nostalgia
es dolor…

«El dolor» (voz de Ángela Pradelli)

¿Qué lugar ocupa, para una poeta como usted, las lecturas en vivo?

Me gusta mucho leer en voz alta, para otros. Di clases de literatura en la escuela secundaria durante muchos años. Siempre leíamos en voz alta, nos íbamos turnando. Mis alumnos y yo. La voz, su música, puede darle un cuerpo al texto, una atmósfera.

¿Qué opina de las nuevas formas de difusión de la palabra, ya sea en páginas de Internet, foros literarios cibernéticos, revistas virtuales, blogs, etc?

Las celebro, me parecen espacios muy valiosos para difundir a los poetas, para que los que no están publicados aun puedan dar a conocer su poesía

Algunos días llegan esos instantes
en los que un fuego conocido me trae fragmentos de una poesía que me rodea desde la infancia. Son como soplos que me devuelven al pasado
y a una felicidad sin condiciones, libre de todo.

En esos recortes encuentro el sentido, en las limaduras,
en la pizca de una voz,
allí están las primeras palabras,

en la fruta acidulada,
en el vestigio de los olores;

(mientras un fulgor leve se agita en mis manos) la lengua viene a mí para salvarme.

 «La lengua viene hasta mí para salvarme» (voz de Ángela Pradelli)

¿Podría recomendarnos un poema de otro/a autor/a que le haya gustado mucho? 

«La buena vida», de Mark Strand

Estás parado junto a la ventana.
Afuera hay una nube de vidrio que parece un corazón.
Los suspiros del viento son como cuevas entre tus palabras.
Sos el fantasma en ese árbol de afuera.

La calle está en silencio.
El tiempo, de la misma manera en que el mañana y que tu vida,
parcialmente está acá, parcialmente en el aire.
No podés hacer nada.

La buena vida llega sin aviso:
erosiona los climas de la desesperación
y se presenta, a pie, de incógnito, sin ofrecerte nada,
y vos estás ahí.

¿Qué libro está leyendo en la actualidad?

Estoy leyendo Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich. Es una cronista maravillosa, que casi nunca se despega de la poesía.

¿Qué consejos le daría a un/a joven escritor/a que se inicia en este camino de la poesía?

Leer, leer mucho, y tener un buen oído, sobre todo para distinguir la cadencia en la lengua.

¿Cómo ve usted actualmente la industria editorial?

La verdad es que no tengo herramientas para opinar sobre la industria

¿Cuál es la pregunta que le gustaría que le hubiera hecho y no se la he hecho?

Muchas veces los lectores preguntan: ¿y usted, por qué escribe, cómo empezó, cuándo. La infancia, ese territorio tan poderoso, tiene respuestas a muchas preguntas que nos costaría responder de otro modo.

Es que nosotros pasábamos los veranos en Río Negro, en la casa de mis abuelos, y los domingos íbamos al río con mi abuela. Mi abuelo nunca quería ir y solo algunos días, pero recién cuando la tarde estaba por terminar y el sol ya casi se había puesto detrás de las sierras, él bajaba a buscarnos. Ni bien llegaba, se sentaba sobre el tronco de algún árbol pero no aguantaba mucho ahí quieto y enseguida quería que volviéramos todos juntos a la casa. En cambio mi abuela siempre quería quedarse en el río un poco más. Le gustaba estar ahí y escuchar el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos. Apenas llegábamos, mi abuela se descalzaba, anudaba el ruedo del vestido por encima de las rodillas y se metía en el río. Tenía la piel muy blanca y a mí me gustaba acariciarle la humedad de los brazos desnudos. Cada tanto, formando un cuenco con las manos, juntaba agua y se mojaba la cabeza. Las gotas de agua dulce se deslizaban por la piel blanca y lisa de la cara y se perdían en el cuello. Se quedaba casi toda la tarde metida en el río, con el agua por encima de la rodilla y no le importaba volverse a casa con el vestido tan mojado que se le pegaba a las piernas. Casi siempre por las noches, cuando ya todos dormían, yo cruzaba el pasillo ancho que llevaba a los cuartos y entraba a la habitación de mi abuela. El pasillo estaba oscuro pero yo caminaba segura, guiada por la luz que se filtraba por debajo de la puerta de su cuarto. Mi abuela dormía tan poco que a veces, cuando amanecía, ella estaba todavía despierta, pero nunca la oí quejarse por eso. En verano dejaba la ventana abierta toda la noche y a veces, cuando entraba a su cuarto, la encontraba con los brazos apoyados sobre el marco oscuro de madera barnizada.

Usaba una enagua de breteles finitos que, en las noches calurosas, a causa de la transpiración, se le adhería a los pechos y al vientre.

–¿Qué pasa? –me preguntaba cuando yo abría la puerta.

Otras veces la encontraba sentada sobre la cama. Era una cama tan alta que las piernas le quedaban colgando y ella hacía un balanceo casi imperceptible con los pies. Mi abuelo dormía de espaldas, abrazado a la almohada, mientras ella revolvía una caja de zapatos llena de papeles, escritos casi todos en italiano. Cartas que ella desdoblaba y me leía en ese susurro espeso en el que hablábamos para no despertar a mi abuelo. Tarjetas. Fotos que tenían una dedicatoria al dorso. Estampitas de comunión de sus parientes en Italia. Ella me leía y hacía crecer un murmullo en ese calor pesado del cuarto. Después volvía a guardar todo en la caja y la escondía abajo del ropero.

–El abuelo no sabe, eh –me decía.

Y aunque nunca terminé de conocer del todo esos secretos, yo los guardé para siempre. Y a veces cuando escribo me parece que es eso lo que vuelve. El susurro de un idioma que entiendo a medias dentro de un cuarto caluroso; apenas un puñado de palabras para contar lo que está oculto. Voces de gente que no conozco, y que hablan ahí, encerrados en una caja de zapatos escondida debajo del ropero. Y una luz que algunas noches se filtra por debajo de la puerta y alcanza para alumbrar la oscuridad mientras camino.

Gracias por habernos concedido esta entrevista y por la lectura de sus poemas.

Y a vosotros, lectores, esperamos que hayáis disfrutado la entrevista y gracias por haber llegado hasta aquí.